TRANSFIGURACIÓN  (Mt 17, 1-9)

TRANSFIGURACIÓN  (Mt 17, 1-9)

Es evidente que Jesús no actúa como si, consciente y señor de sus dotes taumatúrgicas, reservara para los más cercanos o “preferidos” de entre sus seguidores, el milagro más portentoso o convincente, el definitivo, haciendo así de ellos los únicos privilegiados y exclusivos conocedores del secreto más íntimo de su persona, y poseedores con ello de un plus respecto a su biografía, un plus desconocido e inaccesible para los demás; sino que la Transfiguración es un hecho “teofánico” para inscribir clara e inequívocamente a Jesús en la historia de la Revelación de Dios y en su proyecto salvador, en su estructura de promesa, cuyo cumplimiento y culminación llega de un modo sorprendente y aparentemente contradictorio con su crucifixión, que ya se apunta en el horizonte inmediato.

Porque, a primera vista, puede parecer que se trata de eso: de la selección por parte suya de un grupito escogido, el más próximo a él, el preferido, para mostrarles a ellos solos, en secreto, la prueba concluyente de quién es él, de su identidad divina, del misterio trinitario, del que su propia persona de Hijo es expresión. Y eso como una confidencia exclusiva que los situara a un nivel superior al del resto de discípulos y les concediera un aura de intimidad intransferible e innegociable, que los convertiría en testigos únicos y privilegiados, los avalados fehacientemente por la propia voluntad de Jesús. Sería, así, el rasgo y prueba de una autoridad especial como apóstoles, transmisores e intérpretes del mensaje evangélico.

En tal caso, la Transfiguración sería esgrimida como prueba y capacitación de legitimidad y autoridad eclesiástica, reclamando sumisión y obediencia de los demás apóstoles, pastores y discípulos… Pero, aunque pudiera haber algo de eso en la voluntad de alguno de los evangelistas cuando muchos años después narran lo ocurrido, es evidente que no es ése el caso; y el propio relato no contempla esa interpretación, aunque alguien pueda argumentar desde ella.

Personalmente me cuesta creer en una escena tan idílica, “legendaria”, y “teofánicamente perfecta” como la que presentan los relatos evangélicos; sin embargo, la falta de motivación “lógica” y lo abrupto de la presentación me llevan a no dudar de que “allí pasó algo” (“experiencia mística”, “aparición”, “revelación divina”, “transfiguración”, “milagro”, llamémoslo como queramos…). Algo insólito, inesperado, inimaginable previa ni posteriormente, por iniciativa del propio Jesús y que le afectó a él, y creador de una especie de “túnel del tiempo” que, a diferencia de nuestra ficción y fantasía, dotaba de plenitud y coherencia la realidad tanto personal como del universo entero, haciendo patente sus verdaderas dimensiones ilimitadas y atemporales, el estrato más profundo y la promesa de futuro que anima la historia desde siempre y que nos es materialmente inaccesible.

Así, el relato de la Transfiguración de Jesús tiene unos clarísimos y evidentes motivos teológicos; pero (ése es el meollo de la cuestión y su razón de ser) basados en lo más cabal y auténtico de la experiencia humana, sólo hecho posible para nosotros por medio de él, de ese ser humano extravagante y excepcional, cuya trayectoria marca la creación entera al revelársenos como fundamento y meta de la historia, y como su animador constante.

Con la Transfiguración nos está mostrando y revelando el propio Jesús, que vincularnos a su persona supone trascender la realidad, llegar al más allá de lo visible…  No sólo “aumentar” nuestro conocimiento de Dios y los motivos de nuestra confianza en él; sino que esa confianza ha de ser absoluta, total… porque supone “ver y oír a Dios” con él y en él, traspasar fronteras no de modo ficticio o ilusorio, sino verdadero y comprometido, configurando con ello otra perspectiva imposible de entrever, ni siquiera de sospechar, sin él.

Sin ser capaces de poderla “escenificar” hay, sin embargo, experiencia directa de la trascendencia divina y de la posibilidad y consecuencias de nuestra incorporación a ella dejándose conducir por Jesús. Hay una perpetua y constante teofanía en lo profundo, una constatable presencia providente (que no se rige por nuestros parámetros ni por nuestras intenciones y deseos, pero que es reconocible tanto en la experiencia de bondad como en la lúcida asunción de los límites y de las “penas” que experimentamos), y una poderosa voz divina de convocatoria a lo definitivo por medio de la aceptación del testimonio y de la responsabilidad de convertirnos en portavoces de su voluntad.

Hay que subir al monte con Jesús, y tras experimentar con él algo revelador que transfigura su propia persona física, mostrando la divinidad sólo accesible tras la muerte (a modo de visión de futuro, para aniquilar de raíz toda duda respecto a su identidad y al cumplimiento de su misión); hay que volver a bajar del monte santo… Porque la vida no da tregua a quien hace de ella instrumento para mostrar voluntaria y eficazmente la realidad de la presencia activa del amor divino, ya que justamente esa actitud siempre prioritaria y urgente de Jesús, es la que viene a corroborar el glorioso “anticipo” vislumbrado en la solemne Transfiguración.

Cuando ya llega el día decisivo, se impone reafirmar y confirmar la total y absoluta confianza en la fidelidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; y Jesús sabe que, incluso desde la sorpresa y la incomprensión ante el deslumbrante misterio divino, y la confusión en ese momento respecto a su significado, sus discípulos sólo pueden “no escandalizarse” y seguir acompañándolo, si los ha hecho testigos perplejos de su glorioso futuro anticipado.

Aunque, forzosamente, el silencio se imponga hasta que llegue el momento de asimilarlo.

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