HAMBRE Y SED DE CRISTO  (Jn 6, 51-58)

HAMBRE Y SED DE CRISTO  (Jn 6, 51-58)

Hay que cavar muy hondo para celebrar la verdad del Corpus. Hay que hacer un gran esfuerzo para vencer la tentación del esplendor y lo solemne, que encubre y hace opaco el misterio de la presencia de Cristo “en cuerpo y sangre”, en pan y en vino. No es exhibición ni barroquismo; eso es contrario a su evangelio, indigno de ser presentado como propio o identificativo de aquel Jesús, cuya Cena Suprema, vigilia de cruz y víspera de resurrección, fue ante todo familiar e íntima, anuncio y despedida, temporal y eterna; y cuyo único exceso fue de amor, de entrega, y de afirmación de un compromiso de presencia eterna, de promesa, del brotar de un manantial inagotable de amor y vida ya anunciado para quien tenga sed de él… o hambre…

Celebrar solemnemente el Corpus, es el absoluto e incondicional reconocimiento de que nuestra “materialidad” nuestra realidad corporal y “física”, está transida de divinidad, de trascendencia, de presencia real de Dios, del propio Hijo, Jesús. Y es con ello la clara conciencia de que así reconocerlo nos asocia a su persona, nos transforma la personalidad y la vida, y nos otorga la dimensión profunda y misteriosa de eficacia que reclama esa misión y tarea de re-creación de la realidad, que es promesa segura a impulsos de su Espíritu Santo.

Por eso la invitación a la Cena es convocatoria a la participación. Admirarse del misterio es hacer del asombro estímulo de comunión, es asumir responsabilidades respondiendo a su propuesta (y a su increíble promesa de presencia eterna, de que Él siempre estará a la mesa), con aquellas célebres palabras del Salmo: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”…

El hambre de amor es insaciable. Y Dios es amor… Por eso el hambre de Dios que despertaba Jesús con su forma de vivir era imposible de contener; y, a pesar de percibir el grado de compromiso y exigencia que suponía, y supone, seguirle (miente quien diga que “ser cristiano es fácil”…, o que “resuelve los problemas”…), quienes comparten su vida no pueden reaccionar más que con un interrogante: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna”… Que es decir, como el salmista: “Tengo sed de ti, como tierra reseca”…

Seguir sincera y fielmente a Jesús supone reconocer nuestra indigencia, abrirnos al interrogante auténtico y definitivo de nuestra vida, confesar nuestra sed insaciable, y experimentar honrada, gozosa y valientemente, que sólo hay Alguien que pueda colmarla: el mismo Jesús que la provoca…

Y es que el amor de Dios, el Amor que es Dios, tampoco se sacia de nosotros, de llamarnos, de convocarnos, de darnos vida incesantemente… Es “la saciedad inversa”: Él se nos entrega incansable, inagotablemente; es manantial de vida eterna, fuente que fluye incesante, luz indeficiente… Y eso a tal extremo que el Hijo, una vez encarnado, una vez hecho “carne y sangre”, materia humana, no deja de mostrarse disponible y compañero; y, llegado el trance de su muerte no puede, sin embargo, abandonarnos; de modo que, tras aparecérsenos resucitado, hace eficaz por su Espíritu Santo su presencia para siempre, al objeto de que nuestra sed de su compañía, de su persona, de su divinidad, pueda seguir siendo colmada por Él mismo; y no se esfume en un simple recuerdo, en una emotiva reliquia heredada, o en un signo peculiar o simbólico, que ahora hacemos nuestro para sentirnos siempre agradecidos, o incluso para afirmar su liderazgo en nosotros y nuestra voluntad de hacer nuestro su programa de vida.

Porque hay mucho más: se hace actual y realmente presente para que sigamos enriqueciéndonos de Él con crecimiento constante e imparable, y con una progresiva y cada vez mayor identificación con su persona; porque el hambre de Él y de Dios, de Dios en Él, encuentra siempre dónde y cómo ser saciada.

El pozo inagotable del que extraer el agua viva, que mana eternamente, y que más que calmar la sed, la colma y estimula infinitamente, gracias a la voluntad divina es asequible y nos la ha puesto a nuestro alcance, como el Jardín del Edén al primitivo Adán… Es asequible de un modo personal, íntimo y oculto en la conciencia, y en el soplo perceptible del Espíritu Santo que me habla desde lo original y lo profundo de mi yo, sin más testigos; y lo es también, visible y vivo, celebrativo y público, desafiante y humilde, en ese memorial compendio de su persona y de su vida con el que se vinculó para siempre y sin reservas. Al hacerse presente transmite vida y vivifica, está en persona, activo y eficaz por el Espíritu, desconcertante (¡un pan consagrado!) y apremiante (“¿Sabéis lo que he hecho con vosotros?”…), divinidad que tiene hambre y sed del hombre… hambre y sed insaciables… ¿Tenemos también nosotros hambre y sed de Él?… ¿Insaciables?…

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