UN DEFENSOR IMPRESCINDIBLE
“Yo le pediré al Padre que os dé otro Defensor que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad…” (Jn 14, 15-21)
Necesitamos defendernos de nosotros mismos, de nuestra casi inevitable cortedad de miras cuando nos proponemos hacia dónde y cómo hemos de orientar y planificar nuestra vida. Porque de modo casi instintivo e inconsciente, únicamente contamos con nuestras posibilidades y nuestro esfuerzo; sin abrir nuestra visión a lo imprevisible de un amor creador, el de Dios, que nos acompaña silenciosa pero constantemente, haciéndonos posible una trayectoria vital personal encarada al infinito, a la consecución de unas metas, muy por encima y mucho más allá de nuestros más optimistas y humanas pretensiones.
Defendernos de nuestra avara pequeñez y de nuestro egocentrismo al programar objetivos, abriéndonos a ese horizonte de asombro y de regalo, de firmes y seguras promesas, y de metas inaccesibles, sólo nos es posible si el propio Dios nos acompaña, alentando nuestro esfuerzo, despejando nuestra mirada y otorgándonos su propia fuerza, su aliento de vida, una vida que se mueve en esos parámetros de su misterio con los que ha teñido nuestra misma realidad material dejando impreso en ella el anhelo y el deseo de un paraíso posible…
Porque hay una revelación de Dios implícita en lo creado, y que ha catalizado su admirable evolución y desarrollo, una especia de huella o certificado de origen absoluto, cuya presencia puede ignorarse o quedar sumida en la inconsciencia o en la ignorancia; más aún, que requiere toda la riqueza de lo real condensada en la conciencia humana para poder hacerse consciente e identificable; pero que una vez percibida en su peculiaridad inconfundible y personal, asumida como el interrogante esencial y definitivo, el dador de sentido, nos proyecta más allá de lo controlable y lo visible, convirtiéndose en testimonio y prueba innegable de la trascendencia, como verdadera posibilidad y meta propia de lo humano.
La apertura a ese mundo trascendente, que nos defiende de una aparente condena a la inmanencia (esa inmanencia que lastra nuestros programas y nuestras personas), sólo puede conseguirse actualizando en el “aquí y ahora” de nuestra vida, en todos los sucesivos “aquís y ahoras” que la van tejiendo, esa “revelación implícita”, inherente a nuestra persona; actualización hecha posible, precisamente, por el “Defensor” de que habla Jesús, cuya tarea y presencia podemos evitar o ignorar, pero que es, por voluntad divina y como cumplimiento eficaz de sus promesas, absolutamente incuestionable y completamente reconocible; tanto como nuestra radical impotencia para, prescindiendo de Él, acceder a lo anhelado.
Adquirir conciencia de que Dios se quiere hacer presente en este mundo nuestro material y finito, social e histórico, a través no de milagros reveladores de un gran poder; sino, todo lo contrario, asumiendo la autonomía de lo creado, actuando por medio de nuestra persona, de las acciones concretas de mi vida, viene a ser el mensaje nuclear del evangelio y de la persona misma de Jesús; y, a la vez, su convocatoria a incorporarnos a esa misión suya, haciéndonos capaces de ella gracias el Defensor, al Espíritu Santo, al propio Dios. Con Él estamos protegidos de nosotros mismos y de nuestra mundanidad, defendidos de la impotente y falaz inmanencia, “absorbidos” por la única verdad…
Porque sólo Él nos defiende: el Espíritu de Dios, que nos impulsa más allá de nuestra propia y miope consciencia, y, liberándonos de nuestras miserias, nos hace capaces de acceder a la profundidad de su misterio… Es nuestro único “Defensor” imprescindible…
Deja tu comentario