PERO, ¿DE QUÉ AGUA ME HABLAS?… (Jn 4, 5-42)
Mirando como la samaritana a Jesús nos sentimos como ella: conocidos por Dios y acompañados…
La cercanía de Jesús, y sobre todo su mirada y sus palabras, siembra interrogantes. Interrogantes profundos, que no sólo se refieren a su persona y al misterio que la envuelve, sino que nos conciernen a nosotros mismos, llegan a lo más profundo de nuestra propia vida, a sus inquietudes y proyectos, al mismo reconocer quiénes somos y hacia dónde nos encaminamos.
La mirada profunda y llena de cariño de Jesús nos provoca a mirarlo nosotros a Él con la misma atención y profundidad, descubriendo que nos revela lo silenciado y lo oculto en nosotros, proyectándonos a reconocer y asumir lo decisivo y valioso de nuestra persona y de su destino; a dejar de lado definitivamente la provisionalidad de nuestras decisiones caprichosas, superficiales, interesadas y complacientes, y con la que siempre queremos eludir los riesgos y el esfuerzo de la renuncia a nosotros mismos y de la entrega feliz a la disponibilidad y al servicio, a vivir con el apasionamiento y entusiasmo de una radical confianza en Dios y en su inescrutable providencia siempre generosa con nosotros, al verdadero seguimiento…
La mirada profunda de Jesús, que nos habla de otra agua, la que salta hasta la vida eterna, la del manantial del Espíritu Santo que colma nuestra sed insaciable, y nos hace así partícipes de esa vida divina, reclama de nosotros devolverle la mirada y encarar así, de frente, su persona inasible, para hundirnos en ella…; porque no sólo se manifiesta como imprescindible y cautivadora en su misterio, sino que descubrimos complacientemente nuestra total necesidad de ella, la imposibilidad de vivir ya sin ella desde ahora… Estábamos sedientos de ese agua, de su agua viva; y comenzar a beberla a partir de su mirada, mirándolo “embebidos” nosotros a Él, es el resorte hasta ahora desconocido, cuyo descubrimiento transforma por entero nuestra vida y la dota, al fin, del saber que anhelábamos, del logro que se nos escapaba, de la realidad del cumplimiento pro Dios de tantas promesas esperadas; las cuales, al confiarlas a nuestras fuerzas, se deshacían en nuestras manos y se convertían en quimeras e ilusiones falsas, condenándonos a la perplejidad, a la decepción, o al completo abandono resignado…
Su mirada es un espejo que me ayuda a descubrirme a mí mismo, a saber quién soy y cuál es la miseria de mi vida: alejarme de Él…; pero me refleja también la inmensa e inconcebible ternura de Dios y su delicadeza conmigo, al salirme al paso para ofrecerme calmar mi sed de eternidad y mi insatisfacción conmigo mismo…; para regalarme ese agua suya, causa y origen de serenidad y de sosiego, fuerza inesperada que me permite ser capaz al fin de esbozar una sonrisa de agradecimiento y de contento no sólo por la vida, sino por ese regalo personal de Dios que es mi existencia, cuyo transcurso se empeña en acompañar el propio Jesús al venir a buscarme y nunca abandonarme, al ofrecerme su presencia y acomodarse a mi ritmo y a mis pasos saciando continuamente mi sed de vida…
La presencia de Jesús, su persona y sus palabras, iluminan la vida de quien se acerca a él, de quien se deja acompañar e interrogar por él (ya que es él mismo quien se acerca y aproxima, como “teniendo hambre” de nosotros y de nuestra compañía).
La samaritana se descubre a sí misma, y llega a lo más hondo de su persona, gracias a la mirada profunda de Jesús, cuya delicadeza y a la vez exigencia, traspasa la superficialidad y resignación conformista en que consentimos desenvolver nuestra vida, y nos provoca ese impulso decisivo que necesitamos para acceder a la alegría de sabernos queridos y cuidados por Dios desde el mismo momento en que reconocemos honrada y humildemente nuestra necesidad de él, nuestra vaciedad y la inutilidad de nuestros esfuerzos, si no están afianzados en una absoluta y firme confianza en él.
Ese llegar al fondo de su vida gracias a Jesús le renueva a la samaritana la ilusión y la alegría, la confianza y el sentido, y le abre un horizonte insospechado al convertirla en portadora y transmisora de su evangelio… del agua viva que al beberla nos llena del Espíritu Santo y nos instala ya en la vida eterna trascendiendo todo lo imaginado… Para quien tiene verdadera sed de Dios ¿acaso hay otra agua?…
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