ADVIENTO
Adviento como invitación a descubrir los signos de la presencia de Dios, siempre tan cercanos, y que no nos pase desapercibida su huella sobre la tierra.
Adviento como oportunidad de adentrarnos en Dios y olvidarnos de nuestra mezquindad, de nuestros cálculos y de nuestra hipocresía. (Porque la conversión será consecuencia de haberse dejado encontrar por Dios, y haber decidido someternos a su misericordia y su bondad; y nunca el resultado de nuestro esfuerzo, de nuestra supuesta buena voluntad o, mucho menos, de nuestras previsiones).
Adviento como antesala de la alegría y la dicha que Dios nos proporciona al dársenos a conocer, al invitarnos a contemplarlo frágil e inerme en nuestras manos, y al haber querido asumir los límites humanos.
Adviento para no caer en la desesperación ni en el tedio, para no dejarnos dominar por la rutina de una sociedad deshumanizada (¿y desdivinizada?), cuyo funcionamiento y eficacia están basados en la rivalidad y en la codicia.
Adviento para seguir siendo inoportunos y desafiantes, como Juan Bautista, como el mismo Cristo, frente al orgullo de los satisfechos y la desfachatez de los pregoneros de las pretendidas bondades y la perfección de nuestra sociedad y su progreso; que tienen la hipocresía de proclamar que “el sistema va bien”, cuando la desigualdad es mayor que nunca, y las familias y personas en estado de precariedad no dejan de aumentar de día en día en todos los rincones del mundo.
Adviento para atrevernos a comprometer públicamente nuestra vida, en aras de ese otro Reino fundado por Cristo, el único querido por Dios, que no habla de poder ni de opresión, de rigor y de venganzas, de riqueza y de opulencia, de aristocracia y de privilegios; sino que arriesga todo por la debilidad del amor y del perdón.
Adviento como muestra evidente de que los cristianos seguimos reconociéndonos pecadores y miserables, indignos y responsables anónimos de no haber sabido sembrar todavía caminos de fraternidad y de mansedumbre; y de que nos declaramos conscientes de no ser ese discipulado cuya única consigna, dada en el momento supremo, fue la de inclinarnos a lavar los pies a los hermanos.
Adviento, en definitiva, como conciencia profunda de nuestra impotencia y de nuestra debilidad, de nuestra necesidad del Dios de Jesús y no de nuestros ídolos, de su palabra reveladora y no de nuestros discursos grandilocuentes.
Y Adviento, en consecuencia, como necesidad imperiosa de olvidarnos de nosotros mismos y de nuestra ajetreada vida, de nuestros responsables cálculos y previsiones, de nuestros interesados programas y proyectos; para encaminarnos hacia la continua y siempre inesperada sorpresa de Dios, escuchando las palabras de los ángeles a los pastores: “Allí lo veréis…”, en la fragilidad suprema de un recién nacido, en la elocuencia del silencio, en el asombro profundo y enmudecedor ante el misterio.
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