¿QUIÉN ESTÁ EQUIVOCADO? (Lc 23, 35-43 )
¿Cristo Rey?
¿Un rey coronado de espinas?
¿Una realeza cuyo trono es la cruz?
¿Un monarca que promulga una sola “ley” solemnemente, mostrándola hasta la saciedad con palabras y acciones, la ley del amor; y que, sin embargo, no nombra jueces, policía y autoridades que obliguen a respetarla?
¿Un poder absoluto, el “real”, que no sabe ni quiere imponerse, ni siquiera para preservar y defender la justicia?
¿Una vida regia teñida de ofensas, de ultrajes, de burla y desautorización pública por parte de todos los estamentos “nobles” y prestigiosos de nuestra sociedad?
¿Una disponibilidad y una entrega completa e incondicional a todos, para así ganarse desprecio, condena y ajusticiamiento?
¿Es que la cruz se tiñó de “sangre azul” hasta que el crucificado se vació exangüe?
¿Jesús, el Cristo, “Rey del Universo”?
¿Dónde está el error?
¿O acaso es una broma de mal gusto?
No me acaba nunca de gustar hablar de Jesús como “Rey”; ni siquiera en ese lenguaje de abierto y provocador contraste con “este mundo”, tal como le aplicamos el título. Porque el lenguaje de Dios nunca es el del poder o el dominio. Jesús no supo nunca “imponerse”, porque Dios “no sabe” imponerse…
Pero tampoco me importa demasiado usar esos términos tan viciados y desgastados de “Rey”, “realeza” o “monarquía”, para intentar comprender algo mejor cuál es el horizonte del evangelio y de la propia vida de ese hombre Jesús, cuyo anuncio radical y desafiante, conociendo nuestra torpeza para acoger la bondad de Dios y nuestra incomprensión de principio para lo gratuito y para el amor, él mismo designó como “irrupción del Reino de Dios”. En realidad, es una concesión de la inescrutable sabiduría divina a nuestra mentalidad siempre orientada a lo visible, a lo eficaz, a lo que sabe y puede “imponerse”, a la fuerza y al triunfo. Anuncia un Reino, pero no “ejerce” de Rey…
Los primeros en reconocer a Jesús como “Rey” fueron los que colocaron el cartel en la cruz… es decir, usaron el título como una burla cruel… Y el propio Jesús sólo consintió en ser tratado de “Rey” y afirmó serlo, cuando se le proponía como el colmo de insensatez y la confirmación de su “locura”…
Alguien se ha equivocado: o Dios, o nosotros…
Si Jesús es “Rey”, Dios está en el polo opuesto de nuestra consideración de la realeza, y la ironía divina cuando pretendemos coronar a alguien y considerarlo como “elegido por Dios” para regir al pueblo, significaría que los hemos elegido nosotros para que suba a la cruz en lugar nuestro… ¿es eso lo que piensan los monarcas y celebran los pueblos”?…
Frente a los abusos a que conduce hablar de Cristo como Rey, el evangelio de Lucas nos recuerda que sólo habla legítimamente de El como tal, quien lo ve crucificado, y no sentado en un trono o como propietario de un palacio. Sólo cuando su vida está ya por completo consumida; o sea, llevada a plenitud, perdida (es su forma de “ganarla”), entonces alguien podrá decir, a pesar de los insultos, que lo ve como rey. Como tantas otras veces en su vida, la burla que pretenden hacer con Jesús las autoridades de este mundo, los representantes del poder, resulta cierta, pero de un modo incomprensible para ellos. Es la necedad de Dios, escandalosa y provocadora.
El reinado de Dios no es poder, sino entrega, ofrenda. El poder de Dios es el de la impotencia, el no querer ejercerlo aunque se tenga. Y ésa es la absoluta superioridad, la altura y la profundidad de Dios. Dios no es Dios por su omnipotencia, sino por atreverse a ser capaz de renunciar, de prescindir de ella incluso pudiendo hacerlo, aún siendo justo al hacerlo. Y el letrero de la cruz resulta significativo:
– el poder de este mundo crucifica y se mofa de la realeza de Dios, de este dios que no es nunca un “competidor” al que tiene que someterse; muy al contrario, siempre le vence y, por tanto, lo desprecia: “Este es vuestro rey…”
– el poder religioso, la “religiosidad” strictu sensu, se desentiende de Dios cuando no puede encerrarlo en sus dogmas y en su templo, porque no pretende complicarse la vida, sino domesticar ese supuesto poder divino.
Durante toda su vida el poder de Jesús, reconocido por todos los que lo tratan, no lo usa para imponerse sino para “no apagar el pábilo vacilante” de ese buen ladrón que lo está esperando en la cruz.
Mirando a Jesús, Rey en la cruz, le podemos decir: “queremos ser hueso y carne tuya” [1ª lect], que tú seas nuestro pastor y nos marques la senda. Si se lo decimos y, como el ladrón, lo único que esperamos de él es que nos acoja en su reino, entonces no buscaremos imponernos ni convencer a nadie (¿por qué lo pretendemos con tanto ahínco?), pero seremos suyos, de su carne y de sus huesos, de su divinidad encarnada. Y él nos sacará de nuestras tinieblas y, entonces de modo definitivo, nos trasladará al Reino del Hijo.
Frente a la connivencia de la religión y del poder, del Imperio y de la exaltación triunfalista, Jesús calla… y acepta el título, ese título que había rechazado siempre, porque ahora ya no está sometido ni a intereses ni a malentendidos. Ahora ya nadie puede ni manipularlo, ni malinterpretarlo; ni hacerlo motivo de reivindicar dominio o autoridad, ni apelar a servilismo o a protocolos cortesanos. Pero el interrogante subsiste para nosotros: ¿es ése nuestro Rey?, ¿o lo hemos suplantado por otro?
Ante la pregunta por la realeza de Jesús, de ese crucificado que muere prometiendo su Reino, los poderes de este mundo responden con una mueca burlona de desprecio, negando así rotundamente lo que les parece una evidencia incuestionable: ¿pero cómo va a ser “Rey” semejante personaje ensangrentado?: ¡La realeza es poder!… Sin embargo, el propio Dios, aceptando hablar en nuestro mismo lenguaje, responde de otra manera diametralmente opuesta: confirmando la absurda pretensión del Jesús agonizante: el poder divino se identifica con la impotencia del amor…
No hay duda posible: alguien se ha equivocado…
Deja tu comentario