PONERSE EN CAMINO (Lc 1, 26-38)

PONERSE EN CAMINO (Lc 1, 26-38)

Entender la vida como proyecto de futuro con metas siempre desafiantes, como aventura apasionante con objetivos deseados, cuya superación se convierte en fuente de ilusión y de impulso para ir siempre “más allá” en un dinamismo personal expansivo similar al que marca el ritmo del universo cósmico y de sus nebulosas y galaxias, forma parte del misterio de nuestra persona, de ese plus humano que excede las posibilidades de la evolución de la materia, y cuya percepción condujo a acuñar ese término filosófico que llamaron y seguimos llamando “alma”, con el cual sólo podemos nombrar y delimitar el misterio profundo de nuestra identidad cuyos secretos se hunden en lo inefable, se revela como lo específicamente humano, nos supera siempre y se convierte en la asíntota inalcanzable, al saber que nunca será susceptible de ser conocido científicamente porque se sustrae a su dominio, aunque se manifieste en nuestra vida como actividad “física” desde ese enigmático centro de nuestra libertad y nuestra persona. Nos sabemos situados en el terreno no sólo de lo inalcanzable, sino de aquello imposible de ser “encerrado” o concluido en una fórmula matemática o en una complicadísima ecuación aparentemente irresoluble, en la reacción físico-química de un sustrato biológico, o en una teoría cosmogénica más o menos probable o con datos incuestionables y definitivos a la espera de ser interpretados.

Por eso, aunque pueda haber teorías deterministas, jamás persona alguna vive su vida como impuesta o “dirigida” por “alguien” ajeno a ella, salvo los afectados por algún síndrome psicótico, cuya manifestación patológica lleva precisamente a la inadaptación, al sufrimiento morboso y a la “despersonalización”. La conciencia de libertad, como la capacidad de amar y el horizonte de esperanza, de infinitud y plenitud, forman parte “esencial” del ser personal y no encuentra su fundamento en fenómenos físicos, por mucho que éstos puedan condicionarla, modificarla o alterarla de forma palpable.

Tomar, pues, nuestra vida como lo que sabemos que es, un proyecto de futuro ilimitado, es lo que hace que la pregunta, sería más preciso decir el interrogante, sobre Dios sea, decía X. Zubiri, ineludible para el hombre:

ser hombre es tener que plantearse la pregunta por Dios, independientemente de cómo se conteste a ella”.

Y para el creyente, siempre situado en ese ámbito de misterio, la respuesta, siempre experiencial más que intelectual, es que, interpretando a San Pablo,

Dios está patente en el ser mismo del hombre. El hombre no necesita llegar a Dios. El hombre consiste en estar viniendo de Dios y, por tanto, siendo en Él. Las aspiraciones del corazón son de suyo una vaguedad romántica que de nada nos serviría. Esos arrebatos o arrobos hacia el infinito, ese sentimentalismo religiosoide, es, a lo sumo, indicio y efecto de algo más hondo: del ser del hombre en Dios”.

Todo esto que parece tan sofisticado y “teórico” en el terreno de lo intelectual (imprescindible, aunque tan técnico y parcial como el científico), se traduce en sencillez y evidencia al situarlo en la cotidianeidad de la vida personal y de la historia, y al verterlo en un lenguaje popular y cercano, incluso desde la experiencia a veces rudimentaria e imprecisa de personas o colectivos iletrados. Así, Israel es el pueblo que vive en un horizonte de esperanza, una esperanza en la que se confunden el plano humano y el divino, abierto en su historia por el mismo Dios con sus intervenciones “milagrosas” y, particularmente con su promesa. Pero la presencia e intervención de Dios en su historia no es “puntual”, sino constante: sus acontecimientos son cauce de revelación divina; junto a las intervenciones “especiales” hay presencia continua, persistente. Ese horizonte de esperanza, de promesa que apunta a un cumplimiento, es el molde de la vida del pueblo fiel, su perspectiva vital.

Y, en su trascendencia y su inaccesibilidad, en su contexto de estar siempre “más allá” de nuestro esfuerzo, esa experiencia de indigencia humana propia y de plus divino que nos identifica y nos convoca, configura especialmente la vida de los humildes y santos, de los honrados y sencillos que buscan menos explicar los interrogantes divinos que vivirlos en toda su intensidad y profundidad, encarnarlos en su persona. La gente sencilla lo vive sin aspavientos ni elucubraciones metafísicas, pero con confianza y perspectiva de futuro, sintiendo el latido de Dios en su pequeñez y en su insignificancia. Ellos son y configuran desde su silencio militante “el resto fiel”, la mediación de Dios. Allí está María, que solamente sabe vivir desde Dios y su promesa, desde el futuro de plenitud al que apunta nuestra vida. Pero María no sabe que, concentrando ella esa experiencia inefable de la presencia de Dios en nuestra propia vida, ese futuro ya va a hacerse presente real en ella y por medio de ella, que va a poder vivir el cumplimiento de la promesa; más aún, es de ella de quien va a depender que Dios cumpla su promesa, es ella quien lo va a hacer posible… si quiere…

María no sabe que ese horizonte que ella espera y del que vive, que desea y del que hace su proyecto y su programa, que ansía porque es la plenitud suya, de su pueblo y de toda la humanidad, al que aspira como como algo ajeno que Dios regala y traerá a su vida algún día, sólo va a hacerse realidad como algo propio suyo: es ella quien lo va a hacer presente “desde dentro” de su misma vida y su persona.

Y como la experiencia de lo que es el hombre precede a los intentos de explicarlo e incluso de llegar a la conclusión de que no podemos comprenderlo, María no va a interrogarse demasiado, ni a condicionar su respuesta a signos o evidencias, o a mantener a Dios y a la humanidad expectantes y ansiosos a la espera de respuesta porque la envergadura del misterio la deja en la zozobra de una humildad paralizante…

La promesa de Dios y, en consecuencia, su fidelidad, su ser fiel a sí mismo, solamente puede cumplirse en su misterio si ella, María, quiere estar implicada en su proceso… Dios sólo puede ser quien es, divino, si quiere María… la propia divinidad en su misterio está en su mano, en su decisión, en su posible “sí”… Ella, sin pensar, porque lo decisivo y genuino humano no consiste en comprenderlo todo, dice:  “Hágase en mí…

Dios cierra el círculo de su misterio y “se pone en camino” compartiendo el destino humano y su futuro abierto… y María también “se pone en camino” para continuar su vida anónima y sencilla sin más celebraciones… Lo urgente para ella ahora, tras “atender a Dios” es visitar a Isabel, que tal vez la necesite… la vida es prosa, aunque desde Dios se lee como un verso…

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