EL MATRIMONIO COMO UTOPÍA POSIBLE (A propósito de Mc 10, 2-16)
No es cuestión de entrar en polémicas o debates sobre la consideración del matrimonio como un compromiso de convivencia entre dos personas, sean del sexo que sean cada una de ellas; y sobre la conveniencia o no de la actual legislación, que se impone en todas las sociedades y y sistemas jurídico-legales de los diversos países. De cualquier modo, es evidente e innegable (y, como digo, sin entrar en discusiones ni andar a la búsqueda de argumentaciones y fundamentos de otra índole), que si el matrimonio lo definimos socialmente como un contrato de convivencia entre personas, aunque tradicionalmente estuviera restringido su uso a personas de sexo distinto, el desarrollo de la misma sociedad y el cambio en la apreciación de las relaciones interpersonales, así como en sus consecuencias jurídico-legales y su impacto en el dinamismo y convivencia de los ciudadanos, implica consecuencias en el dominio público y el ordenamiento jurídico; y entonces, puede considerarse conveniente y oportuno redefinir ese contrato matrimonial ampliándolo y aplicándolo al compromiso de convivencia de cualquier pareja, independientemente de la opinión que cada cual tenga al respecto. Del mismo modo que legal y socialmente el divorcio viene a ser la restricción de un contrato firmado entre dos personas, igualmente no puede ponerse objeción a que ese contrato previo lo puedan haber firmado, simplemente, dos personas, sin considerar su sexo e independientemente de ello.
Evidentemente no es ésta una reflexión que pudiera hacerse nadie en los lejanos tiempos del evangelio, ni siquiera hace menos de un siglo; pero la selva jurídico-legal en que hemos convertido nuestra sociedad y los espacios de convivencia humana es, desgraciadamente tan espesa e inabarcable (ya Tácito sentenció con aquella frase célebre: “corruptissima civitas multibus legibus”…), que la regulación de mecanismos y leyes que despenalicen y eviten atentar contra la dignidad de cualquier ser humano, impidiendo la segregación, la desigualdad, la discriminación y la exclusión, se hace necesaria. Otra cosa es la actitud descerebrada que a tal efecto adopten individuos o colectivos concretas, de un extremo u otro, con aire revanchista, exhibicionista, morboso, folclórico, o incluso vergonzoso y auto-denigrante, a veces hasta con un sesgo de discriminación en un sentido o el contrario con tufo de venganza…
Digo todo esto porque, asumiendo las palabras y la “doctrina” de Jesús respecto al matrimonio como proyecto enriquecedor de convivencia entre el varón y la mujer, podemos solemnemente decir, sin orgullo ni prejuicio ninguno, y también sin condenas ni actitudes hostiles, que el “matrimonio cristiano” sale indemne como tal de cualquier legalidad social, porque se inscribe en el “proyecto divino”; es decir, en el horizonte de enriquecimiento personal y de creación de vida del “proyecto creador” de Dios, sin someterse ni tan sólo reclamar el refrendo de una firma, la cobertura de una ley, o la protección del derecho humano. Al margen de legalismos y de contratos de convivencia, Jesús reivindica para el mutuo compromiso de entrega incondicional pactado entre un hombre y una mujer, una perspectiva de profundidad que implica radicalidad, mutuo enriquecimiento, horizonte absoluto y libre, y dimensión física de “crecimiento” siendo fecundo y creador de vida “propia”. La propuesta es la de constituirse en libertad creadora compartida, y posible incluso “materialmente”, constituyéndose en proyecto de vida común y abierta al infinito, y siendo así eslabón y contribución personal y propia a la realidad y a la vida, a la “creación”.
Jesús sitúa el matrimonio, el único matrimonio concebible en su época, en el terreno no de una disciplina canónica ni de una dogmática teológica, sino de la perspectiva sacramental de la realidad; es decir, de los elementos y acontecimientos de nuestro mundo material que trascienden su evidencia y apuntan a una plenitud de sentido y a un horizonte de plenitud inasequible a nuestro ser finito actual. Con ello nos dice que debe ser creador de libertad, dador de sentido trascendente a nuestra persona, y consciente de ser actualización y presencia, concreción del amor y la bondad, de la ternura y la misericordia, que son el sello divino en el cosmos.
Comprometer mi vida con alguien para poder ser libre significa no poder acceder a lo más íntimo de mí sin el o la otro/a; y en el matrimonio, tal como lo plantea y entiende Jesús, con la posibilidad de convertirse mutuamente en causa creadora, perpetuadora y transmisora de identidad personal, de libertad y amor, de unidad y complicidad como proyecto infinito, cuya responsabilidad y dificultades asumimos consciente y libremente.
Vivir el evangelio consiste en renovar, actualizar y buscar la coherencia, en el nuevo contexto en que se sitúa cada época y cada día de nuestro mundo y nuestra sociedad, de aquello que desde los límites y condiciones de su tiempo y lugar, propuso Jesús como forma divina de vivir para cualquier persona y en cualquier lugar y tiempo. Y esto es aplicable al enfoque del matrimonio, en ese doble registro en el que hemos de plantearlo hoy: el contrato civil y la propuesta del evangelio.
Jesús habla “con su autoridad” del proyecto que un hombre y una mujer de su tiempo podían y debían tener respecto a su matrimonio como base de una nueva familia, recordando su verdadera dimensión humana, fruto de la voluntad creadora de Dios; sin someterlo a leyes ni normas discriminatorias, y que lo consideraban desde una mentalidad de propiedad (el varón como “amo”), de comercio (pactos entre familias para disponer de la mujer), y de unas supuestos injustos e indignos. Y en esa recuperación del valor sacramental, profundo y reflejo de la divinidad creadora, no pretende un rigor implacable o unas exigencias “inhumanas” (alerta y susto de sus discípulos…), sino una llamada a la libertad profunda y al horizonte abierto de entrega la incondicional y gozosa, creadora de vida. Como tampoco toma en cuenta o denigra otros posibles matrimonios u otras perspectivas de compromiso personal de amor y convivencia.
Como siempre, la propuesta de Jesús se sitúa en lo realmente posible y asumible responsable y conscientemente, con libertad gozosa, en ese camino a la utopía que es el evangelio… En esa utopía sitúa él el hecho de que un hombre y una mujer, con la conciencia y responsabilidad de su capacidad creadora, libre y generosamente, se atrevan a la renuncia evangélica comprometiendo su futuro mutuamente al dirigirlo como cómplices felices al horizonte de la entrega desinteresada y generosa, de la bondad y la ternura, de la cruz posible y de la gloria segura… Y, por supuesto, no condena nunca a nadie, ni pretende que se imponga su criterio… Si viviera hoy, creo que seguiría proponiendo la utopía, y sonreiría amistoso y comprensivo, incluso complaciente, respecto a leyes civiles y contratos matrimoniales de convivencia… sin ningún tipo de inquietud o alarma… Y de lo que no tengo ninguna duda, es de que hablaría de todo ello bastante menos que muchos obispos… y de otra manera…
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