SIN LUGAR PARA LA DUDA (Jn 15, 9-17)
Hay argumentos y afirmaciones que, por mucho que se sustraigan forzosamente a comprobaciones empíricas y reglas lógicas, o al consenso científico de los guardianes del orden de las leyes físico-químicas, se nos muestran como evidentes e irrefutables, y de mucha mayor consistencia y densidad como fundamento de nuestro comportamiento y de nuestra vida y persona, que las más palmarias pruebas y cálculos matemáticos.
Tales son las que obsesionan a san Juan, en referencia a lo que la presencia y cercanía de Dios en ese Jesús al que los discípulos “han visto con sus ojos y palpado con sus manos”, ha supuesto para ellos personalmente, y también para toda la humanidad: para cualquier persona que elimine prejuicios y aparque recelos y sospechas cuando se enfrenta cara a cara a Él, y es capaz de mirarle a los ojos. Conocer a Jesús no concede la más mínima posibilidad a la duda: en Él estaba Dios… Y, todavía más: a pesar de su cruz, tras la evidencia de su resurrección, Él sigue estando, permanece con nosotros… la divinidad sigue encarnada en la inmanencia, ahora en nuestras personas, unidas indisolublemente a Él, y en nuestra propia vida…
Y a partir de esa constatación, todo lo absurda o necia (como dirá san Pablo) que se pretenda, surgen para san Juan las inevitables consecuencias, cuya contundencia se le impone y le impulsa a ese entusiasmo obsesivo por reclamarlas a quien quiera escucharle, a toda aquella persona que se deja iluminar por su Maestro, consintiendo que la luz que Él desprende penetre en su vida haciéndole gozar de su cariño y su ternura, de la intimidad y la confianza que transmite, de esa caricia que uno experimenta con sus simple mirada sonriente, desveladora de nuestros montajes y reveladora de su comprensión, su indulgencia y su complicidad con nosotros a través de los espacios y los tiempos por diversos y distantes que sean.
Esas inevitables consecuencias que se nos imponen al tratar personal y profundamente con Jesús, dejándose conducir, interpelar y acariciar por Él, son la de la absoluta seguridad. Y el auténtico misterio cristiano es ése: el de la presencia divina no sólo en la persona física de Jesús mientras vivió sobre la tierra, sino también en su comunidad de discípulos, que tras su resurrección y sus apariciones siguen vinculados a Él, permanentemente presente, ahora en su realidad celeste, ya trascendente… La comunidad cristiana, ese grupo de discípulos que unidos indisolublemente a Él ya no saben ni pueden vivir de otra manera que no sea la de permanecer en gozosa y entusiasmada comunión, se sabe y se siente realmente tan unida a su cabeza, a su Maestro, como en su tiempo terreno “visible”. Y lo está sin ninguna duda…
Las apariciones del resucitado, insuflando el Espíritu Santo, hace a sus discípulos adquirir otra vez conciencia de que la trascendencia divina hecha carne en Jesús, sigue encarnada en su iglesia (local) en la medida en que Él está eternamente presente al constituirla como esa familia íntima cuya cabeza no es visible, pero es realmente quien la dirige, la anima y la fortalece, porque situada ya en la consumación y plenitud del Reino todavía futuro para nosotros, nada le impide permanecer con nosotros y acompañarnos, aunque sea en forma velada pero indudable. Por eso hemos de hacer visible a Dios, del mismo modo que lo hizo personalmente el Hijo en Jesús, como personas unidas y conjuradas en ese misterio de su Reino. Porque ahora somos nosotros la única visibilidad de su persona, en cuyo amor permanecemos, cuya savia nos nutre y de cuya vida nos sentimos penetrados. No podemos así dudar en absoluto de nuestra dicha, de nuestra gozosa y exigente tarea, de nuestro horizonte ni de nuestra meta. Se nos reclama entusiasmo y alegría, militancia y disponibilidad, permanencia en y con Él y entrega generosa…
El prestigioso filósofo Charles TAYLOR en la última página de su monumental y celebrada obra Fuentes del yo, que lleva por subtítulo La construcción de la identidad moderna, se plantea como conclusión el interrogante de cómo vivir con sentido la vida humana a la altura histórica de nuestro siglo; es decir, “si las más altas aspiraciones espirituales de la persona” han de conducir necesariamente, como parece señalar la reflexión y el discurso intelectual y científico dominante, a un dilema inevitable: “el de la mutilación o la destrucción”, situando a la persona en un callejón sin salida. Y se responde en estos términos:
“Existe un gran elemento de esperanza. Es la esperanza que percibo implícita en el teísmo judeocristiano (por muy terrible que sea el expediente de sus adeptos en la historia), y en su promesa central de una afirmación divina de lo humano, más plena que la que los humanos jamás podrían alcanzar por sí solos.”
Su finura percibe bien la propuesta cristiana: la esperanza cristiana no es la resignación de los débiles, ni el consuelo ingenuo e irracional de desengañados o ignorantes (como tantos profetas y predicadores del progreso sin límites, y del absolutismo, egocentrismo y egolatría de lo humano pretenden desautorizar sin más); sino precisamente la fuente y la fuerza de los lúcidos y críticos, de los descontentos con verdades parciales y engañosas, y denunciadores de las falsas expectativas, de los dilemas encubridores del miedo o desasosiego ante la impotencia de nuestros límites reales. Le esperanza cristiana es la que permite tener valor para desenmascarar el falso espejismo de una vida completamente autoplanificada, y constreñida a nuestros siempre provisionales conocimientos, a nuestra ciencia, nuestras especulaciones y nuestro dominio técnico del universo del que formamos parte.
La esperanza cristiana es, desde la mera constatación de lo que somos, y sin más pretensiones de aprendices de dioses, la alegría agradecida y entusiasmada por lo que somos, la asunción serena, y responsable e ilusionada, por cómo somos, y la confianza, basada en lo más profundo de ese impulso fraterno creyente, en lo que llegaremos a ser. Y todo eso, en resumen, es lo que obsesiva e insistentemente nos reclama san Juan, porque para él no hay duda posible: desde Jesús, la trascendencia divina permanece eternamente (uno diría que inevitablemente…) en nuestra humana inmanencia. ¡Qué horizonte se abre ante nosotros!… El auténtico dilema es otro… No hay ninguna duda…
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