MUERTE Y SANTIDAD, SANTIDAD Y MUERTE (Festividad de Todos los Santos)

    MUERTE Y SANTIDAD, SANTIDAD Y MUERTE      (Festividad de Todos los Santos)

Aunque son muchas las palabras y conceptos cuyo uso y abuso en su utilización acaba por desgastar y banalizar su sentido, desvirtuando el verdadero alcance de su significado más profundo, no puede negarse que “santidad” y sobre todo “santo/a” es una de ellas. Si es cierto que no ha llegado a vaciarse por completo de su contenido, se ha vulgarizado de tal manera que es difícil rescatarla de la superficialidad en la que se la ha instalado.

Tal vez podemos intentar recuperar su verdadero significado para el cristiano, especialmente cuando celebramos la festividad de “Todos los Santos”, y su inevitable unidad con la de los “Fieles Difuntos”, si la consideramos con una referencia sencilla y bien conocida a ese himno que repetimos los cristianos cada domingo y cada “Fiesta”: el Gloria, donde afirmamos  “…porque sólo Tú eres santo, sólo Tú, Señor,…”; y, a la vez, a las célebres palabras del Levítico, actualizadas y encarnadas por Jesús (…“Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto.” -Mt 5,48-), y que ya muchos siglos antes convocaban a los creyentes israelitas: “Sed santos porque yo, Yahvé, vuestro Dios, soy santo” (Lev 19,3)

La santidad es el horizonte libre y voluntariamente ofrecido por Dios, en su misterio, a la persona humana. Y libre y voluntariamente aceptado por ésta, consciente del enigma inescrutable de su vida, como proyecto asumido de existencia: de vida en esperanza.

Ignorando lo que será nuestra vida y cómo se actualizará nuestra personalidad más profunda e íntima más allá de nuestra muerte física, la situamos en una perspectiva de cumplimiento y de plenitud cuya definitividad, al no poder considerarla sujeta a las dimensiones físicas conocidas nos sobrepasa, y con ello la vinculamos al propio enigma de la trascendencia divina, a la que consideramos fundamento y meta última de nuestra propia identidad. Y a eso lo llamamos “santidad”.

De ahí considerar la muerte, nuestro final humano en este mundo, como acceso, como culmen de lo sembrado en la Tierra… y como nacimiento, como llegar a poseernos por fin sin frustraciones, sin límites ni fracaso, sin decepción ni caducidad, tal como nos causan todas nuestras metas y proyectos, esa imposibilidad de nuestro deseo más profundo e inconfesable…

Santidad tiene que ver con muerte. Con muerte “a lo terreno”, como diría san Pablo, con aniquilación de lo material corruptible, provisional y perecedero… con salvación de nuestra identidad y nuestra persona… es la única manera digna de ser persona… Por eso a Dios sólo podemos comprenderlo como persona en su misterio… Morir a una realidad efímera y caduca para poder ser santo, para hundirse en el abismo y llegar a ser, para vivir sin restricciones…

Por eso el programa de la santidad y de la dicha ofrecidas por el evangelio de Jesús no es el del éxito ni el del triunfo en nuestros esquemas materiales y en nuestras expectativas terrenales siempre provisionales y clausuradas con la muerte inevitable…

El miedo a la muerte es instintivo; y en principio no hemos de concederle mucha importancia ni temerlo. Pero la convocatoria a la santidad es un horizonte, un programa; es decir, una perspectiva gratuita (la de la propia vida que hemos de apreciar y agradecer) y una decisión libre y voluntaria, la de nuestra opción por la felicidad y la dicha fraterna.

En definitiva, la muerte nos es imprescindible para llevar a término y poder gozar plena y definitivamente de esa invitación y oportunidad de santidad, de dicha y salvación, que es la vida recibida, cuyo misterio hemos de asumir convirtiéndolo de mero enigma insoluble en proyecto y horizonte de esperanza.

Por |2020-10-30T09:48:17+01:00octubre 30th, 2020|Artículos, CICLO LITÚRGICO A, General|1 comentario

Un comentario

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