PENTECOSTÉS (Act 2,1-11 y Jn 20,19-23)

PENTECOSTÉS  (Act 2,1-11  y  Jn 20,19-23)

Pentecostés es tomar conciencia y asumir por fin de modo decisivo y ya irrenunciable la experiencia radical cristiana, lo experimentado y vivido en Jesús, con Jesús y por Jesús: hacer posible lo imposible, acceder a la utopía. Cualquier otra posible consideración del acontecimiento narrado novelescamente por Lucas (tal como hizo también con la Ascensión de Jesús al cielo), puede revestir un gran componente de devoción, admiración, mística y sublimación religiosa, incluso esa especie de efusión carismática tan fácil de manipular y de convertir en exaltación y arrojo desaforado de persona iluminada; pero no es genuinamente cristiana ni aparece legitimada por Dios, sino más bien adulterada por la inevitable torpeza humana y su innato deseo de triunfo y espectáculo. Lo podemos y debemos repetir bien alto: ¡Hacer posible lo imposible! ¡Reivindicar la utopía! Eso es Pentecostés, la “venida del Espíritu Santo”. Insistamos: todas las demás y abundantes “componendas” nuestras implican disfrazar el propio Evangelio, rebajar sus expectativas, o renunciar a su horizonte queriendo poner límites “razonables y sensatos” (o huir al terreno de losentimental exagerado y alienante) a lo disparatado del anuncio y proyecto cristiano: “Dios ha aterrizado en nuestro mundo” (es decir, lo previo y contrario a la Ascensión…), y hay que materializar, encarnándolo en nosotros, el Espíritu Santo identificable como Amor, hayrenunciar a sí mismo para lograr nuestra identidad en y a través de la comunión fraterna; o sea, ser como el mismo Dios es, y hacer lo que el mismo Dios hace…

El conformismo y la resignación, la mirada al pasado, la nostalgia por “lo que pudo ser”, lo que podría haber sido y no fue, la consideración de que “todo tiempo pasado fue mejor”, las lamentaciones estériles completamente inútiles, el aparente “realismo” de tantos presuntuosos y su supuesta cordura de no vivir con algo más que ilusiones “terrenas”: con entusiasmo por sumarse a la construcción de “otro mundo” y tejer otra humanidad… todo aquello que implica rebajar o renunciar a la utopía de ese Reino ya instalado e inaugurado por Jesús, es traición a su evangelio, y significa renegar de su discipulado, pusilanimidad o cobardía…

Desde luego, la tarea parece imposible, y la misión inalcanzable, tal como nos viene concretada por el cuarto evangelio: ser instrumentos de perdón, de paz, de bondad… pero aunque parezca sobrehumana no admite pretextos o atenuantes; tampoco malentendidos o doble lectura: encarnar la misericordia, la indulgencia… ¡y en plenitud!… En cierta medida el empeño de Jesús es lo opuesto a la ”lucha por la vida”, a la “ley del más fuerte”, al principio evolucionista del “triunfo del mejor dotado” y la victoria del poderoso, a la legitimidad de la ambición y la rivalidad… por eso es imposible, no parece natural y humano…  ¿Cómo hacerlo real y practicarlo, si no es el propio Dios quien lo propone y lo propicia, lo alienta y lo acompaña?.

Eso es Pentecostés. Ahí se nos hace presente el Espíritu Santo. Para esa tarea descomunal por su sencillez y su irrelevancia llamó Jesús a sus discípulos, caminó y comió con ellos, nos lavó los pies y se nos entregó,compartiendo así la suya y confundiéndose con nosotros hasta el extremo de hacer sacramentalmente posible que la sangre de Dios corra en nuestras venas, y desde lo inconcebible y lo imposible no nos dirija simples palabras de ánimo ni un consuelo necesario que impida nuestra incredulidad y nuestro desfallecimiento, sino que nos haga capaces de experimentar cómo ese espíritu suyo crece y se desarrolla en nuestra propia persona, confundiéndose con lo más íntimo de nuestra identidad, o mejor: haciéndonos posible llegar a ser quien queremos ser; es decir, constituyéndose en el impulso y centro de esa identidad inalienable e inconfundible, esa semilla oculta y misteriosa que es la fuente de nuestra vitalidad, el fundamento de nuestra personalidad y el futuro de nuestra esperanza.

Pentecostés hace presente una vez más a Dios, siempre oculto y trascendente, pero ya no es “Dios connosotros” en Jesús, sino la experiencia jamás vista de “Dios en nosotros”; es decir, de nosotros mismos divinizados, accediendo con nuestro ropaje material caduco al ámbito de lo siempre nuevo, y con ello la conciencia de su definitividad: es imposible “perder” a Dios, nadie puede jamás arrebatarnos el fuego y calor encendidos en nuestra vida, no hay fuerza capaz de superar la que proporciona la comunión en el amor como experiencia, como aventura y como proyecto, como responsabilidad y como entusiasmo, como presente y como futuro…

Pentecostés es la constatación de lo que en otro contexto afirma categóricamente san Pablo: los dones de Dios son irrevocables… y nos han sido concedidos “sin medida”, como podría apostillar san Juan… Y se trata de una constatación experimentable sorprendentemente, y en consecuencia accesible: hemos de consentir en dejarnos atrapar por la dinámica del Espíritu Santo, del aliento profundo de una vida “distinta”, sobrehumanaprecisamente en cuanto consciente de lo más profundo, misterioso y genuino de nuestra persona: lo que nos supera y nos trasciende, lo que nos diviniza y nos hace reconocer un más allá en nosotros mismos que sólo alcanza un débil y pálido reflejo en ese espíritu de superación y de progreso, de insatisfacción perpetua con lo ya logrado, de búsqueda y conquista de lo desconocido, del querer perpetuarnos en la memoria y el recuerdo, de saber que ningún gesto de amor y de ternura, de misericordia, de bondad, ha sido en vano…

Porque esa toma de conciencia y esa llamada a lo imposible que significa la experiencia de Pentecostés, culminando la pretensión de Jesús y su evangelio, como dadora de clarividencia, de entusiasmo desbordante y de esperanza confirmada, reclama de nosotros lucidez, comunión y audacia. Lucidez como reconocimiento de la realidad, de nuestros límites inquebrantables mientras permanecemos en “el mundo”; pero, por eso mismo, tan provisionales y caducos como el mundo, y que no son capaces de impedir la transparencia de lo oculto y misterioso de la trascendencia. Comunión como única perspectiva de vida auténtica y profunda, y que implica sacramentalidad como experiencia y presencia intangible de lo divino en nosotros (como comunión con Dios en ese Espíritu de Cristo), y proyectada a la fraternidad como camino de identificación con nuestro yo, de llegar a ser nosotros mismos por medio del servicio y de la entrega, de la misericordia y la bondad, de desterrar el egocentrismo y el ensimismamiento, tal como Dios nos lo ha descubierto en Jesús. Y audacia para romper esas ataduras que nos ligan y nos encierran, atreviéndonos a la aventura propuesta por el Espíritu Santo, por el propio Jesucristo: el gozo y la dicha de su Reino, el inconformismo y la utopía divina, el compromiso no disimulado ni reprimido por vivir de otra manera, sin atender a posibles desconfianzas o amenazas, desautorizaciones o desprecios.

Pentecostés, en resumen, supone simplemente dos cosas, pero ambas complementarias y realmente trascendentales: la desautorización divina de la pasividad y del silencio en la comunidad de discípulos conjurados por el modo de vida reclamado por Jesús, porque callar el amor y la bondad, el perdón y la indulgencia, hace cómplices del mal y de la muerte, de la tristeza y del “infierno”, de todo lo opuesto al “cielo”; y, cuanto menos, oculta a Dios y su mensaje. Y la segunda (tan definitiva como esa voz del Padre y ese fuego de su Espíritu Santo que nos impide adormecernos), la experiencia irresistible e íntima de no poder callarse, “el arrebato evangélico” al modo de Jesús, la fuerza irreprimible del prójimo, la imposibilidad de bastarnos a nosotros mismos e idolatrarnos, la insatisfacción de cerrar las puertas y enclaustrarnos… sabernos impulsados al vértigo de un vendaval incontenible que sin obligarnos nos impele libremente a la bondad y nos colma de júbilo, convirtiéndonos en pregoneros de promesas, heraldos y adelantados de otro Reino, portavoces de esperanza y alegría, dadores (como el Espíritu Santo) de vida

Toda persona que profunda, sincera y gozosamente haya experimentado y perciba en su vida ese soplo embriagador y entusiasmante del Espíritu, sabe que ya no podrá dejar que sea otro viento el que impulse y dirija su barca…

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