SOBRE EL PERDÓN Y “LA CONFESIÓN” (2 de 3)

«Tus pecados están perdonados» SOBRE EL PERDÓN Y “LA CONFESIÓN” (2 de 3)

                                            II

Aunque la cita sea larga, no me resisto a copiar aquí las lúcidas y clarificadoras palabras de un especialista de la talla de John P. Meier (supongo que bien conocido por obispos y teólogos “del sistema” y puede que no demasiado simpático para ellos…), para poder entrar así por fin en otra visión más profunda y seria del perdón y la reconciliación sacramental:

      ”…Los cristianos modernos, especialmente los católicos, ven el arrepentimiento y el perdón de los pecados mucho más desde la perspectiva del penitente individual que tiene la conciencia inquieta a causa de sus pecados personales. Por ejemplo, a pesar de todas las exhortaciones de la Iglesia desde el Concilio Vaticano II, muchos católicos que frecuentan el confesionario tienden todavía a entender la confesión como una introspección exhaustiva y un dragado mediante el que sacar de las profundidades del alma hasta el menor pecado susceptible de ser recordado. Es un enfoque donde se destaca la conciencia particular del individuo que juzga sus propias acciones aisladamente. En esto, tales católicos siguen siendo herederos de lo que, años atrás, Krister  Stendahl llamó “la conciencia introspectiva de Occidente”. Stendahl advertía entonces que no se debe interpretar a Pablo, quien en realidad se refiere al destino de los pueblos dentro de la historia de la salvación, desde la perspectiva posterior de un Agustín o un Lutero: la perspectiva de la torturada conciencia de un individuo introspectivo que trata de hallar un Dios misericordioso.

      La misma advertencia vale a fortiori, para nuestra interpretación de Jesús, sobre todo desde que nuestra tendencia a la introspección se ha intensificado con Freud y bastardeado con la psicocharlatanería californiana. La confesión de los pecados en el antiguo Israel no consistía en recitar una larga lista de lavandería con las culpas personales, lo que habría convertido el culto a Dios en una reflexión narcisista del penitente sobre sí mismo. La confesión de los pecados en el antiguo Israel era un acto de culto centrado en Dios y que incluía alabanzas y acción de gracias…”

      (John P. Meier, Un judío marginal, II/1, 155)

Que la introspección y la logoterapia constituyan un sustrato humano sobre el que pueda construirse y concretarse una determinada práctica de la penitencia y el perdón en su consideración cristiana, no permite ni aconseja limitar, absolutizar, dogmatizar e imponer una praxis de “confesión” peculiar, inexistente durante siglos, introducida no sin resistencia, tal vez adecuada al contexto medieval en que se extendió e incluso tal vez conveniente en determinadas circunstancias; una práctica que fue vista con frecuencia con desconfianza y recelos justificados, convertida en instrumento de dependencia y poder clerical y propiciadora de malentendidos, abusos y un vergonzoso mercantilismo… en fin, un  larguísimo etcétera hoy completamente insoportable y no del todo superado, que muestra con claridad y datos fiables la inconveniencia de esa obligatoriedad pretendida, la falsedad de los argumentos reivindicativos de necesidad, y la errónea visión de la misericordia y el perdón evangélico a la que conduce.

Ante todo, es evidente y reconocido, y algo que se debe recordar, que lo que se ha venido en llamar “dirección espiritual” es algo completamente distinto de la penitencia y del “sacramento de la reconciliación”; y, en consecuencia, no puede (no lo ha estado en su origen, ni tiene por qué estar lo nunca), considerarse ligado a la clerecía y al ministerio ordenado. Se trata, con la importancia que dé a eso cada uno de nosotros, del “acompañamiento y consejo” que un “discípulo” considera necesario o conveniente en su camino de seguimiento, y para el que busca una persona idónea, adecuada a sus propias características e identidad personal, y que puede concretarse de mil formas distintas, desde la más íntima hasta la más “comunitaria”… De hecho, cualquier cristiano puede convertirse en “la directora” o “el director” espiritual de otro u otra, en su “acompañante”; incluso podríamos decir que la primera “dirección espiritual” es la que recibimos en nuestra familia y nuestro hogar de aquéllos que nos acompañan y acompañamos en la vida, y es patente que en un matrimonio cristiano se convierten el uno para el otro en acompañantes y consejeros espirituales… al menos lo pueden ser (dejemos ahora aparte la consideración de la conveniencia o inconveniencia en cada caso, y su suficiencia)…

Resumiendo lo que conviene plantear: por mucho que la teología escolástica con la bendición tridentina lo diga de esa manera, y la doctrina oficial eclesiástica lo haga suyo dogmáticamente (palabra que, por otro lado, aunque huela mal no debería asustar a nadie, tiene muchas acepciones…), un cristiano se puede permitir decir sin ninguna traición al evangelio ni a la auténtica “Tradición” de la Iglesia, que “decir los pecados al confesor” no forma parte de la realidad (por no decir “esencia”…) sacramental, ni es condición para el perdón y la reconciliación con Dios, sino una cuestión de disciplina eclesiástica (con sus argumentos de conveniencia y su pertinente justificación por parte de sus defensores, pero mera disciplina), y de la que se podría habitualmente prescindir. Lo que podríamos llamar “reconocimiento de pecados públicos” es una cuestión de otra índole y se mueve en otro terreno: el de la exclusión de la comunidad y la penitencia pública. De hecho, el rigorismo, el control de conciencias y las controversias teológicas y morales originadas por esa visión oscurantista y rayana en la hipocresía y en lo psicopatológico están bien ilustrados; y no está de más recomendar a todo cristiano interesado y honrado, que además de lamentarlo quiera también gozar un rato, aunque sea jesuita, que se lea Las Provinciales de Blaise Pascal, una joya no sólo de la literatura francesa…

La única confesión exigible es la de la plena conciencia “de ser un pecador” y el perfecto conocimiento de que hay infidelidades, errores y “pecados” en mi vida; pero que no han roto mi relación y compromiso con Dios, ni mi vinculación a la comunidad fraterna; y por eso acudo a implorar perdón. “Decir los pecados al confesor” es una forma, entre otras, de expresar esa consciencia y ese “pesar”, de no buscar excusas ni pretextos, y recibir personalizada la misericordia y el perdón en el contexto de la vida sacramental de la comunidad cristiana. Pero no es la única… Y tal vez tampoco la más conveniente como norma y hábito…

Por |2020-03-06T15:18:57+01:00marzo 9th, 2020|Artículos, General, Reflexión actualidad|Sin comentarios

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