¿QUIÉN SE LLAMA LÁZARO? (Lc 16, 19-31)

Todo son contrastes en esta singular parábola. Y el resumen, casi sarcástico, de todos los contrastes lo constituye el propio nombre del protagonista alrededor del cual, desde el silencio y como permaneciendo siempre en la sombra, gira todo el relato; aunque sea el diálogo con “el rico” lo enjundioso y digno de atención, el auténtico meollo y la clave de ella.

Es una parábola exclusiva de Lucas, y es la única en la que se da el nombre de algún protagonista; se trata, pues, de algo significativo. Y el nombre, Lázaro, significa desde su raíz hebrea: aquél a quien Dios ayuda… Ironía pues, desde el principio; al menos en apariencia… Porque llamar al mendigo por su nombre, decirle “Dios te ayuda”, parece una burla manifiesta; o, al menos, no deja de tener un matiz de sorna y de crueldad. ¿Quién le pondría tal nombre?… Porque desde luego, Lázaro: alguien a quien Dios ayuda, en el sentir general parece que debe convenirle más bien al rico, bendecido sin duda por Él…

Y, sin embargo, precisamente ahí se encierra todo el misterio, no ya sólo de esta parábola, sino el de las propias Bienaventuranzas, el del evangelio de Jesús: el ignorado, postrado y excluido, desheredado, hambriento, miserable, el irremisiblemente condenado por este mundo y esta sociedad, aquél de quien nadie se acuerda, que pasa desapercibido y muere en la ignorancia general y el anonimato… ése es justamente aquél de quien Dios se acuerda, a quien Dios tiene siempre presente… A pesar de las apariencia, es él, aquél a quien el mismo Dios ayuda precisamente porque Dios es su única ayuda… ¡Dichosos los pobres!

Pero lo profundo va más allá: podemos decir que el único que no lo ignora y cuenta con Lázaro en su vida, para compartirla con él, es Dios; nadie más quiere saber de él… Sin embargo vale la pena. Aunque Dios haga las cosas de su siempre incomprensible manera: sin dramatismos ni exclusivismos; sin cambiar su miserable vida (consecuencia de nuestra forma “humana” de construir la sociedad y organizar el mundo), ni reservarle un premio personal sorprendente y compensatorio (el mensaje de Jesús va más allá de la moraleja de Job…); sino integrándolo en su propia vida, incorporándolo a su Reino, a su comunidad salvada, encabezada por Abraham, el padre en la fe probada, en la escucha paciente a Dios y la confianza esperanzada en sus promesas. Incorporación a la dicha, al horizonte divino.

Porque el contraste no puede ser más evidente desde el principio. Ese Lázaro, ese Job del Nuevo Testamento, en quien nadie puede ver “ayuda de Dios”, dada su nulidad y su miseria, no levantará nunca la voz, ni protestará, ni pedirá cuentas de su desgracia; simplemente está ahí, deseando las migajas pero sin atreverse a pedirlas: ¿acaso no lo ven ahí todos los días a la puerta?… paciencia y confianza en Dios, espera esperanzada… Y el rico, que podría ser considerado por todos el prototipo del privilegiado por Dios, beneficiado y ayudado en su vida por la benevolencia y generosidad de Él, banquetea y festeja espléndidamente sus ventajas y privilegios, desoyendo “a Moisés y los profetas”… olvidando su estirpe (a la que luego querrá apelar frente a Abraham), y cerrando su corazón y sus bienes al menesteroso y necesitado, su vecino a quien ve cada día y cuyo sufrimiento conoce…

Pero sí, decididamente el nombre es apropiado: Lázaro es el hombre a quien Dios ayuda, el que se siente ayudado por Dios, porque de Él ha aceptado el regalo de la vida tal como se le presenta, con gratitud, paciencia y esperanza, sin protestas ni reclamos, con la sonrisa y la paz de los humildes que son dichosos; mientras que el rico no tiene nombre, es ése que rechaza la ayuda de Dios porque no la necesita, se basta a sí mismo; su autosuficiencia es tal vez la única concesión burlona que haría al reconocimiento de un dios benefactor, que le hace triunfar y tener “lo que se merece”, un puro ídolo de barro…

Y sigue el contraste. Porque les llega la muerte a ambos: silenciosa e ignorada por todos, como su vida, la de Lázaro (murió el mendigo y los ángeles lo llevaron…); espléndida y solemne la del rico (lo enterraron…). Y se invierten los papeles. O, podríamos decir, se hacen realidad los nombre de cada uno… Lázaro goza en el seno de Abraham, el paraíso; y el rico se consume en la miseria inextinguible del infierno… contraste de vida, contraste de muerte, contraste de eternidad…

Y contraste en la actitud del rico que, por fin y ya demasiado tarde, abre los ojos a la verdad de la realidad, en la que ha vivido con una ceguera pasmosa: ahora es él quien necesita ayuda… Y reconoce a Lázaro (luego lo había visto menesteroso a su puerta, no había ignorancia…); y ahora que es él quien precisa ayuda, otro contraste, la pide sin vergüenza (jamás Lázaro alzó la voz con impaciencia, lamentos o exabruptos…); y no solamente sin vergüenza, sino con arrogancia (eso sí que no ha cambiado)… Porque en medio de tantos contrastes, el único importante, el que sería fundamental y decisivo, el imprescindible, es el que no se da: el rico ensimismado no cambia de actitud ni se convierte, no desiste de su ceguera y se contagia del espíritu de humildad y arrepentimiento, de la conciencia evidente de que necesita al otro, de la súplica de perdón y del agradecimiento… él sólo sabe mandar y exigir que le sirvan:  “Padre Abraham (porque, eso sí, conoce las normas de respeto y el trato con los personajes), manda a Lázaro que…”   Y la respuesta no puede ser otra: date cuenta de la realidad que tú mismo te has construido, la que te has ido tejiendo, a pesar precisamente de lo que Abraham había dejado como herencia a sus auténticos hijos; es imposible cambiar el futuro que tú te has elegido… solamente tú podrías haberlo hecho distinto, y no quisiste…

Y Lázaro sigue ahí, callado y humilde, sin protestar ni pedir venganza o reclamar castigo. Y creo que la delicadeza de Lucas  sugiere de modo casi imperceptible, que Lázaro tiene piedad y compadece a su vecino, e incluso dirige hacia Abraham una tímida mirada de intercesión y súplica por ese rico de vida insensata y corazón endurecido… Pero es imposible: si no hay reconocimiento, no se puede cambiar de futuro, y el rico en ningún momento piensa en pedir perdón, sino que sigue obcecado en mostrar poder y reclamar servicios… ¡Qué distinto hubiera sido si al percatarse de su situación hubiera pedido sincera y amargamente perdón, reconociendo su egoísmo y, avergonzado de su prepotencia y de su insensibilidad! Pero no hay posibilidad para Dios cuando seguimos pretendiendo ser quienes no somos… quienes no deberíamos nunca ser, porque no estamos llamados a ser, aunque nos empeñemos obstinada y culpablemente en ser…

Pero, ¿cómo perder el tiempo en sutilezas? Mi vida ha estado llena de grandes responsabilidades y teniendo que asumir decisiones importantes administrando empresas, disponiendo de bienes y personas, reclamando productividad y eficacia… Han sido el esfuerzo y el trabajo continuo quienes me han permitido adquirir propiedades, acumular bienes y riquezas, y poder celebrar espléndidamente fiestas y banquetes… Y, además no he hecho daño directamente a nadie, no he obrado perversamente o con fraude, no he sido un “administrador injusto” o abusivo; incluso he hecho aportaciones benéfica y obras de caridad con mis beneficios… ¿Y no eres capaz de reconocer tu insensibilidad y tu egoísmo ahora que ves de nuevo a Lázaro en la perspectiva del auténtico valor de la vida, de la realidad de lo que somos y estamos llamados a ser?… No puedes acceder a tu salvación…

La cerrazón mental y el ensimismamiento nos obnubilan hasta tal punto que incluso los únicos aparentes “buenos deseos” que mostramos sólo consiguen ponernos aún más en evidencia: “Te ruego entonces, padre, que mandes a Lázaro a casa de mi padre…” ¡Ni una palabra de disculpa frente a Lázaro!, sólo órdenes…. Porque a los profetas sí que los saben escuchar, y lo hacen a gusto, pero sólo en la parte que les puede resultar beneficiosa y “rentable”: ¿acaso no se ha reconocido “hijo de Abraham”, y consideraba su riqueza como la mejor prueba de una vida “bendita”?… pero, claro, dejó de escuchar la Ley y los Profetas cuando reclamaban de él algo distinto a lo que consideraba ventajoso y placentero: misericordia quiero, y no sacrificios…  Eso no puede comprarse con dinero, sino ejercerse mirando a los ojos a Lázaro y haciéndose prójimo de él…

Incluso en las contundentes palabras de Abraham: “Si no escuchan a Moisés y a las profetas, no harán caso ni aunque un muerto resucite”,  podría haber una exquisita finura de Lucas; si, como podríamos suponer, de alguna manera conocía el relato de la resurrección de Lázaro que narra san Juan. Porque allí resucitó un Lázaro, y esa resurrección fue motivo de fortalecimiento de la fe de muchos seguidores de Jesús; pero para  las autoridades y los poderosos, los que no abren sus ojos a la luz que Él aporta a sus vidas, fue ocasión de mayor obcecación y aumento de odio, de que su oposición se hiciera extrema y decidieran no sólo matar a Jesús, sino también a Lázaro… No, no creerán ni aunque se les aparezca vivo, ni aunque un muerto resucite… tal vez ese Lázaro de la parábola era ya el resucitado, del que el mismo rico fue testigo… ¿ironía de Lucas?…  ¿Por qué no?…

Pero voy a atreverme a apuntar dos matices finales. El primero sería que lo realmente determinante y decisivo, la clave de la insensibilidad y la autocondena irremediable no es otra que la arrogancia… Ni reconociendo a Lázaro en el seno de Abraham y padeciendo la sed que le tortura, se rebaja el rico a una petición de arrepentimiento y súplica; e incluso se dirige a Abraham con altivez. Pero lo más flagrante, el matiz: ni le dirige la palabra a Lázaro, sigue siendo su inferior, aquél que para el rico, por definición, no puede ayudarle en nada. Lázaro no cuenta como persona en su vida… Si ya se le hace difícil “pedir mandando” algo a Abraham, es impensable dialogar con Lázaro y decirle: Lo siento, menos aún: Perdóname… Creo que es el decisivo error que culmina su condena, porque con toda seguridad las palabras de Lázaro hubieran sido de indulgencia y de perdón. ¿Qué hubiera ocurrido, si en lugar de decirle a Abraham con altivez: manda a Lázaro; le hubiera dicho a Lázaro con lágrimas: perdóname, e intercede por mí ante Abraham…? Estoy convencido de que ésa es la insinuación de Lucas: hubiera recibido con indulgencia el paraíso… del buen ladrón hasta la leyenda nos conserva el nombre…

Y el último matiz: a Lázaro nadie le había puesto el nombre, es él quien lo ha elegido: aquél a quien Dios ayuda… O, apurando más las cosas: Dios ofreció el mismo nombre: “¿Quién quiere llamarse Lázaro?”, a un rico y a un mendigo… el rico lo rechazó, ya lo tenía todo ganado y no necesitaba ayuda extra de Dios, todos lo sabían privilegiado y bendecido… el pobre, sin embargo, lo consideró humilde y sencillamente como el más apropiado  y el más digno de su estado y de su persona, porque se sentía ayudado siempre por Dios, y a pesar de toda su miseria le seguía dando vida… el pobre llevaba feliz lo que a los demás les parecía una cruz…

Deja tu comentario