¡HASTA COME CON ELLOS! (Lc 15,1-10)

El descaro y la provocación no pueden ser mayores. La desfachatez con que obra Jesús “clama al cielo”… Una cosa es ser generoso e indulgente, y no castigar con el rigor debido y exigible un determinado delito, o ser excesivamente blando en la aplicación de indultos y amnistías, e incluso esto parece poco conveniente; pero llegar al perdón es completamente desaconsejable y digno de desautorización y sanción en un mundo selvático y complejo, y en el contexto de unas relaciones sociales desbordadas por las pretensiones de seguridad completa, de competencia y rivalidades legítimas, y de ambiciones justas. Puesto que nuestro “orden mundial” sólo puede mantenerse en pie con un respeto absoluto y una sumisión ciega al imperativo de la ley y las costumbres que rigen las normas y comportamientos establecidos como competentes, permitidos y ordinarios; lo decente es ser estrictos en el cumplimiento de los deberes sagrados, rituales y devociones; y rodearse exclusivamente de personas recomendables, serias y circunspectas, evitando celosamente el más leve contacto con ignorantes de la Ley, “malditos y pecadores” que “no honran a Dios como es debido”, ni se dejan adoctrinar y corregir por quienes detentamos el poder, disponemos de los medios y recursos, y sabemos cómo hay que comportarse y cumplir con Dios y con los hombres… ¿A qué viene, pues ese insulto a las buenas costumbres compartiendo su mesa, esa exhibición pública de las cloacas de nuestra sociedad, de quienes son el cieno y el fango de la ciudad? ¿Cómo atreverse a fotografiarse con ellos sin escrúpulos, a comer con ellos? ¿Por qué esa subversión de valores?… ¿Qué pretende?…

Porque Jesús sabe que está con gente contaminada, impura, contagiosa, profana… No puede, pues, argüirse en su favor una supuesta ignorancia, engaño o equivocación, que le habría conducido erróneamente hasta ellos. No. Él sabe bien quiénes son: pecadores… y aun así habla de perdonar el pecado y de alegría en el cielo por eso… Y no solamente habla de ello; lo pone en práctica actuando siempre con clemencia y misericordia, y los sana y perdona, liberando de la culpa a todo aquél cuya conciencia está atormentada, o simplemente avergonzada y arrepentida, aportando a su vida serenidad y paz, mirada indulgente y palabras conciliadoras. Es decir, se erige en transmisor de la amnistía divina, del indulto de Dios, administra la bondad como si fuera asunto suyo, en contraste con la severidad de la Ley, cuyo conocimiento está reservado a los selectos, detentadores de la grave e imponente tarea de dictar sentencias e interpretar las normas y la voluntad de Dios…

Ese Jesús de Galilea, no sólo no trata con desprecio y actitud distante y evasiva a esa basura de gente poco recomendable, en lugar de buscar la compañía y el aplauso de los irreprochables e influyentes personajes, modelos de devoción y cumplimiento de los más estrictos detalles legales, para así rendir homenaje a Dios y merecer su aprobación y su recompensa comprobable y evidente precisamente en su privilegiada posición social y patrimonial…, sino que su comportamiento apura hasta el extremo los límites de la educación, del buen gusto y del decoro, convirtiéndose en condenable y totalmente improcedente de un modo gratuito e insensato.

Porque, ¿a qué viene comer con ellos? Ya ese Jesús es suficientemente provocador con su tolerancia al mostrarse cercano y afectuoso con personas de dudosa reputación y poco aconsejables, de los que nadie quiere rodearse, y a quienes es forzoso mantener a distancia, si uno quiere conservar la pureza y evitar la exclusión, la excomunión y el anatema… ¿por qué también convertirse  en cómplice de su modo irreverente y “maldito” de vivir?, ¿compartir su vida hasta el punto de comer con ellos?, ¿hacerte prójimo justamente de esos sujetos y no de los que pueden presumir de una vida intachable?…

Sin embargo, lo que sí parece una maldición, es el hecho de que la impronta del triunfador conlleve como secuela la arrogancia, y con ello el desprecio y condena de los demás, e incluso la intolerancia, la imposición de los propios criterios, y la exclusión y marginación de todos aquéllos que no comparten mis opiniones o secundan mis decisiones. La libertad, el respeto y la dignidad las pretendemos sólo para nosotros, los únicos que “las merecemos”…

Porque hay una triple arrogancia ala que es difícil sustraerse cuando uno logra alcanzar la cúspide y culminar con éxito sus (¿siempre legítimas?) aspiraciones humanas y personales, conquistando las cumbres cuya altura codiciaba.

La arrogancia del poder es manifiesta: todo está en sus manos… se permite dictar comportamientos e imponer sus criterios. Ni busca la opinión ajena, que podría contrariar sus deseos, ni tolera opiniones divergentes o pareceres distintos, cosas que siempre estima amenazas a su potencia y a su deriva al absolutismo. Suele culminar en el despotismo y la dictadura, de modo evidente o encubierto… La arrogancia del poder es la del escalón más bajo, la pura ley del más fuerte, la imposición; tal vez irreflexiva, pero consciente de su superioridad física y de su incontestable potencia. Se concreta así en la amenaza y el miedo.

Junto a ella, y muchas veces unida estrechamente, está la arrogancia del dinero, actuando con la certeza de que todo está a su alcance… Es más sutil, y también más efectiva en un mundo donde aparentemente todo se vende y se compra, sin excluir las voluntades y la vida de las personas… Su única preocupación es ponerle precio a algo para adquirirlo como propio o someterlo, sin necesidad de imponerse por la fuerza… El dominio lo da la riqueza, y poseerla doblega al prójimo. El rico se considera tan intocable o más que el “señor” en su castillo amurallado…

Y está también la arrogancia del saber; la menos constatable como fuente material de dominio, pero tal vez la más perversa precisamente por eso, porque lleva al individuo a endiosarse sin necesidad de posesiones ni riquezas convirtiéndolo en concéntrico y ególatra…Creerse en posesión del saber no admite contraprueba. El poder y la riqueza pueden perderse haciendo constatable el espejismo en que se vive, pero el saber nunca aceptamos perderlo: nuestra opinión fundamentada en nuestros conocimientos y esfuerzo la tenemos siempre por cierta y demostrada. Y pretendemos hacerla verdad universal e irrefutable; aunque sea la simple, limitada, y personal perspectiva de nuestra mirada parcial, siempre condicionada y miope, que necesita ser enriquecida y completada por los demás…

Y esa triple arrogancia se asume tristemente y se concentra y acrecienta en la arrogancia religiosa del creyente y del devoto, llevando a extremos de intolerancia y fanatismo, de desprecio y condena fundamentalista… Los ejemplares y modélicos “creyentes practicantes”, atentos al control de Dios, del que se consideran exclusivos responsables, detectan algo en ese Jesús, profeta ambulante que predica y actúa en su nombre, pero no pueden admitirlo… Estoy seguro de que perciben que irradia y contagia paz, bondad y misericordia, dulzura y mansedumbre, alegría y gozo por la vida compartida y el futuro divino… Intuyen que su presencia y su contacto aportan el perdón y la cercanía de Dios; y lo que les indigna, y les parece intolerable y diabólico, es que lo conceda precisamente a esa turba indigna y miserable… y no a nosotros, que somos los distinguidos, los poderosos, los ricos, los bendecidos por Dios y quienes sabemos quién es Él y dónde se hace presente; los que defendemos su culto, su ley y su templo, y ofrecemos sus sacrificios; los que detentamos su sacerdocio y administramos su justicia… Poder, dinero y saber son precisamente las acreditaciones de esos ejemplares creyentes, esgrimidas por ellos como signo de elección divina frente a las pretensiones de Jesús cuyas únicas credenciales son la humildad y la sencillez, la disponibilidad y el desprendimiento(sin posesiones ni riquezas), y el saber personalmente quién es Dios, sin ningún título académico ni estudios conocidos… Desde luego, la simplicidad de Jesús parece poner en jaque tanta arrogancia…

Y cabe preguntarse si no estaremos también nosotros, precisamente los que nos definimos como creyentes practicantes y devotos, actuando con la misma arrogancia… porque nos es difícil negar que tenemos todavía poder, patrimonio, riquezas, y decimos saber de Dios… Y si Jesús se sentó con los pecadores y proscritos, ¿se sentará con nosotros, tan justos, poderosos, ricos y sabios?… ¿se nos habrá contagiado la arrogancia?… ¿se hará presente en nuestras mesas?…

Porque, en definitiva, lo que resulta absolutamente intolerable todavía hoy para irreprochables y ejemplares creyentes es juntarse con los malditos, identificarse con los pecadores, rodearse de malas compañías, confraternizar con marginados y vistos con malos ojos por todos, a causa de su oficio indigno, de una actividad infamante o de cualquier estigma social que los considere poco recomendables y excluidos de cualquier círculo humano “decente”… Pero Jesús no obró de otra manera…

Y es que el interrogante que se percibe en el comportamiento de Jesús es el que lo hace intolerable y lo que indigna, porque pone en cuestión nuestra vida. Porque lo que indigna y hace insoportable a Jesús a los devotos y modélicos cumplidores de la ley, a los estrictos observantes de las normas religiosas, celosos de comprar a Dios con sus sacrificios y rezos rituales para merecer así su recompensa y seguir gozando de sus favores (¿nos podemos identificar con ellos?…), es mezclarse con la chusma, integrarse en su mundo, compartir su mesa para poder acercarnos a Él y que nos sane y nos perdone… ¿tendremos que renunciar a nuestros privilegios y distinciones? ¿a nuestras responsabilidades y a la dignidad que Dios nos ha otorgado?…

Jesús nos pone en evidencia: poder, tener, saber… nos llevan a la arrogancia y nos alejan del escenario de su vida, nos impiden acercarnos a Él, nos llevan al rechazo sin querer apreciar y gozar su cercanía… Con aquéllos que lo reciben sin prejuicios, descubren su incompetencia absoluta respecto a Dios sin su presencia, experimentan la fuerza de su misericordia y agradecen su perdón; Jesús goza, invita a la vida, convoca a la eternidad… se deja contaminar de su impotencia y de su sencillez, y “hasta come con ellos”… ¿Podrá comer también con nosotros?…

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