Probablemente una sola piedra que alguien se hubiera atrevido a lanzar contra la mujer adúltera habría desencadenado una lluvia de ellas sobre la desdichada pecadora lapidándola sin remedio. Cuántas veces, si no siempre, nuestra cobardía y nuestra maldad, disfrazada de indignación y justicia, solamente está esperando el desencadenante de una señal, una especie de pistoletazo de salida para sacar al exterior, de un modo en apariencia espontáneo y automático, como en cascada precisa y necesaria, toda la podredumbre de una vida y una actitud cuyo único móvil es la soberbia, el orgullo, el afán de poder y de dominio, el desprecio del otro, la vanagloria y la codicia; y, al final, la burla de la voluntad de Dios, a quien decimos servir, y el desprecio del prójimo, a quien Él nos ordena amar y acariciar, en lugar de odiar, condenar y destruir.
Porque la única piedra que sería legítimo lanzar contra el pecador sorprendido o contra el delincuente confeso es la que el mismo Dios quisiera arrojar. Y Dios se abstiene de hacerlo. Se abstiene siempre. No la arroja nunca. No puede. Es la suya una eternidad en la que no existe la condena, sino el perdón.
Porque el único que puede esgrimir algún derecho para juzgar al otro es aquél que previamente se haya juzgado a sí mismo y salga indemne, que resulte completamente inocente. Ése es el argumento de Jesús: condenar a alguien, incluso al culpable manifiesto, al sorprendido en su pecado, significa declarar públicamente al mundo la propia inocencia. Y ¿quién se atreverá a hacerlo? ¿Podrá alguien tener la osadía de afirmar que jamás ha habido en su vida un átomo de cólera, una chispa de ira, una semilla de recelo o de envidia, una inadvertencia hacia el prójimo…? Ni el mismo Job pudo mantener su discurso de inocencia hasta el final; y precisamente él no condenó a nadie, simplemente se quejó ante Dios, le presentó su incomprensión y sus dudas, su amargura, haciéndole homenaje de su paciencia.
Pero ¿habrá alguna persona digna de ser quien lance la única piedra justificada, y que desencadene un aluvión incontenible de castigo y condena?, ¿de atreverse a ser verdugo?. No cabe duda de que el único autorizado a hacerlo con el testimonio manifiesto de la limpieza de su vida era Jesús, allí presente. Y no lo hizo. No quiso hacerlo. No podía. Su propia divinidad, causa de su derecho a hacerlo, se lo impedía; porque la piedra solamente la arroja quien es humano, demasiado humano… quien se ha alejado tanto de Dios, o lo entiende tan poco, o toma su nombre en vano de tal manera, que pretende justificar su violencia y su crimen, su intolerancia y su condena despiadada, su arbitrariedad y su maldad, con una ley derogada por la santidad divina, cuya única voluntad eterna habla de salvación y de perdón, de misericordia y de indulgencia, de cariño, ternura y mansedumbre; cosas todas radicalmente opuestas al castigo y condenatorias precisamente de lanzar piedras…
¿Lo nuestro?: jugar con la vida ajena y convertirla en objeto de comercio, de controversia y de moneda de cambio para la consecución de nuestros objetivos y metas, de nuestro orden social caprichosamente establecido sobre la victoria de los poderosos, cuya hegemonía se convierte en disciplina inflexible. Y enfrente Dios, en Jesús, confiado y pacífico, manso y humilde de corazón, acogedor y cubierto de arañazos por buscar la oveja perdida… ¿tirar Él, el único justo para hacerlo, la primera piedra? No. Imposible. Nunca. “No tiene coraje para hacerlo”, dirán algunos; “Es demasiado sentimental y débil, incluso cobarde”, sentenciarán otros. “Vuestro dios es el dios de la venganza. Y el dios de la venganza no es Dios, es Satanás, el demonio”, contestará Él. Por eso, quien hable de castigo y ejecute la sentencia, que se declare ahora: hará público quién es su dios…
Y, en el fondo, ¿de qué se trata, sino de la confianza ante las personas? La condena es desconfianza, recelo ante el prójimo, sospecha respecto a su humanidad, consideración del prójimo como amenaza… y Dios nunca piensa que el hombre sea una amenaza, jamás mira a una persona como incapaz de bondad, se niega a abandonar su creación, a dar por perdida su criatura. ¡Pero si somos su capricho!. ¿Dónde quedaría su misterio? Es preciso vernos amenazados por los hombres, como la adúltera, para descubrir el privilegio del amor y del perdón de Dios. Las tinieblas de nuestra humanidad empecatada solamente las despeja la misericordia divina, que no ha aprendido a lanzar la única piedra que podría ser justa, la decisiva…
Y es que Dios es, como dicen los Salmos, “nuestro escudo, poderoso defensor en el peligro”, peligro que viene siempre de los hombres, de nosotros… Porque en realidad Jesús les está diciendo, nos está diciendo: si buscas castigo justo y condena sin piedad, lánzame primero a mí la piedra, porque según tu ley y tu justicia mi pecado es mayor: soy blasfemo y usurpador de Dios, tal como dices, al atreverme a proclamar Su perdón e incluso Su presencia en mi persona… y tan bien lo entenderán, lo entenderemos, que finalmente se la arrojarán, se la arrojaremos cruelmente, aunque en forma de cruz… El mensaje y el desafío, sin embargo, queda claro: si no te atreves a lanzarle una piedra condenatoria a Jesús para lapidarlo, no se te ocurra hacerlo a la hermana o al hermano, a quien Él defiende y protege, porque al ponerse Él mismo como su parapeto, tu piedra lo alcanzará a Él…
Pero es que aún hay más, mucho más. ¿Quién te ha emponzoñado el alma de tal manera que persigas y vigiles obsesivamente a tu hermana y a tu hermano, para sorprenderles en sus debilidades, sin respeto ni dignidad, con ensañamiento y alevosía, espiando en lo oculto y haciéndote hijo de las tinieblas con el solo objetivo de destruirlo y darle muerte? ¿Cuándo te ha concedido Dios el derecho a desnudar a la hermana o al hermano? ¿Cuándo a humillarlos de forma despiadada, a avergonzarlos o a deleitarte en su desgracia? Siempre los pretendidos abogados de Dios se convierten en verdugos de los hombres y conculcan las más sagradas leyes del corazón despreciando así al Creador, al erigirse en jueces implacables, señores de la vida y de la muerte. La voluntad de Dios no es la de que estés al acecho del hermano sino la de cuidarlo, la de acompañarlo y no acosarlo, animarlo y no entristecerlo, disculparlo en lugar de condenarlo. ¡A qué grado de degeneración y bajeza has llegado convirtiéndote en su implacable perseguidor, en su acusador despiadado, en su juez y verdugo! ¡Qué vergüenza que la mayor pretensión de tu vida sea destruir a la hermana, al hermano! ¡Eres tú quien pretende arrojarlo a la miseria, hacerlo escarnio de todos!
Pero con Jesús hay una esperanza y un futuro: Nadie te ha condenado. Aunque ya te han juzgado y los estigmas del juicio tal vez te persigan y atormenten. Pero No temas, simplemente: Rehaz tu vida; acoge el perdón; agradece la misericordia y experimenta con ello la alegría. Ahora te corresponde ser testigo de la esperanza que abre Dios en nuestra vida, no te quedes parada y triste, pasiva y desconsolada; porque Dios no te ha perdonado para eso, sino para que recuperes ilusiones y entusiasmo, para que vivas no desde el temor y el recelo, sino desde la confianza y la alegría, transmitiendo toda la bondad de la que ahora te has hecho depositaria.
Y llora, que no te asusten las lágrimas. Han de ser de pena y de alegría. De pena por tu pasado, ya vencido; y de gozo por el mundo que ahora has conquistado, el que te ha regalado. Es el mundo nuevo, divino, de Jesús, el anunciado; el de las palabras de aliento y la sonrisa; el del abrazo.
¿Y tú, el que te escabulles, más pecador cuanto más viejo? ¿Vuelves a tu miseria y a tu fango? ¿O prefieres decirle a Jesús que también tú tienes un corazón adúltero y un alma ennegrecida? Porque solamente así podrás también escuchar de Él: Nadie te ha condenado. Tus pecados están perdonados. De lo contrario tú mismo, avergonzado el marchar en silencio y desautorizado, carcomido de rabia y de odio, de planes homicidas y de futuro de tinieblas, incapaz de reconocer tu infierno privado e íntimo, te habrás públicamente condenado. Te habrás lanzado tú mismo la única piedra que tenías derecho a arrojar…
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