Dios nos quiere a la intemperie. A la intemperie, y no en cálidos refugios ni parapetados tras una muralla. A la intemperie: para hacerlo presente en el foro abierto de nuestra sociedad opulenta pero mezquina, endiosada de sus éxitos y triunfos y ensoberbecida porque controla el mundo, sin pararse nunca a considerar el precio de sus logros ni la miseria que engendra, sin decidirse a ver las consecuencias de sus victorias, y acallando cínicamente sus fracasos y sus derrotas.
A la intemperie, porque sabiendo que podríamos también ser discípulos en el sereno transcurrir de una vida encerrada en nosotros y en calma, nos quiere más felices por más expuestos, en el riesgo de la vanguardia. ¿Porque quién, si no, allá donde yo estoy, hablará en su nombre? ¿Quién, si no soy yo, será portador de amor y de alegría? ¿Quién prestará sus manos para poner bálsamo en las heridas y les regalará su sonrisa? ¿Qué voz cantará sus salmos a mi alrededor, si no es la mía?
Hay una actitud ante la vida que es la de dejar pasar los días mirándolos deslizarse casi imperceptiblemente ante nosotros, incluso habiéndolos programado con devoción y actitud de compromiso; hay otra que es la de conquistarla día a día, luchar cuerpo a cuerpo cada instante consigo mismo, agotarse por hacerla nuestra. Es una lucha a veces cruel y despiadada, porque nos destroza y nos deja casi exhaustos, pues se trata en definitiva de atreverse a no negar lo que presientes, golpeándote una y otra vez contra ti mismo.
Creer a la intemperie: no querer resguardarse en autocomplacencias ni en legítimos derechos. No buscar complicidades ni entonar lamentos, sino caminar en los senderos de Dios y no en los nuestros; es decir, saber, que no hay liturgias ni rituales que nos justifiquen, sino voluntad firme de poner nuestra vida en manos de los otros, empeñarnos en que a nadie falte la fuerza de nuestros brazos, las palabras dulces de nuestros labios o la tierna caricia que les conforte. No pretender tranquilizar nuestras conciencias atormentadas, sino descubrir la paz y la dicha de formar parte del anonimato de Dios en nuestro mundo. No temer, a pesar de nuestros miedos: porque nada que nos proporcione el gozo de la luz, que nos haga sentir el fuego del amor y de la entrega, dejará de estar bendecido por Dios y su misterio.
A la intemperie. A la intemperie nos quiere Dios, precisamente porque no es fácil; y porque sabe que ¡nos hubiera gustado tanto permanecer en la quietud y en el silencio! Nos quiere a la intemperie porque no es fácil que en medio de un mundo tan complejo y tan mezclado de intereses y de complicidades extrañas y pasividades cuestionables, haya alguien dispuesto a no buscar un abrigo seguro y desentenderse de todo aquello que no forma parte de sus proyectos ni de sus pretensiones. Te quiere a la intemperie porque te necesita ahí, en tu vida, donde día a día se te convoca desde un futuro que no es tuyo, donde se abre el horizonte de tus sueños y se forja tu persona al calor de los que te rodean.
Dios nos quiere a la intemperie. Nos necesita especialmente ahí, a la intemperie. Y es que tal vez hay muchas voces que lo invoquen, ¡pero hay tan pocas manos que lo acerquen! ¡Tan pocas sonrisas que lo descubran! ¡Tan pocas personas que lo encarnen! Y, además, los sencillos, los humildes, los pequeños, los preferidos de Dios, están siempre a la intemperie…
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