Qué fácil creer en Dios cuando la vida nos sonríe. Qué sencillo estarle agradecidos cuando todo se presenta ante nosotros en el transcurso de una vida ordenada y pacífica, sujeta sí al ritmo difícil y exigente de nuestra sociedad y nuestro mundo, con los muchos problemas inherentes a nuestras limitaciones y carencias; pero, en definitiva, controlable y dentro de todo aquello que, como sujetos humanos y finitos, podemos prever y comprender, asumiendo con más o menos satisfacción sus consecuencias. Incluso podemos atrevernos a decir: qué gratificante y satisfactorio saber y sentir la compañía de Dios en ese acontecer del día a día venturoso.
Pero, cómo da un vuelco toda nuestra vida, y con ella también nuestra fe profunda en Dios como dimensión fundamental de ella y dadora de sentido, cuando nos sorprende la constatación de un límite imprevisto, de una circunstancia crítica, de una amenaza inesperada a nuestros planes o a nuestra persona. La desgracia, la enfermedad o el infortunio nos desgarran con una crueldad imposible de prever ni de controlar, y nos deja tan desconcertados, tan a veces extenuados y vacíos, desconsolados y tristes, o desanimados y débiles, que parece quedar truncada no ya nuestra vida física, sino también nuestra profunda e inconmovible confianza en Dios y nuestra consolidada esperanza en Él.
Sin embargo, la infinita y exquisita delicadeza de Dios ha querido que su presencia y su caricia la experimentemos de modo privilegiado precisamente en los momentos y circunstancias de la vida cuyo impacto nos pilla desprevenidos y hace patente y evidencia la fragilidad de la vida: en los tiempos de nuestra debilidad y cuando percibimos nuestros límites infranqueables.
El desconcierto, la tristeza, el temor que tantas veces nos asaltan ante situaciones imprevistas, noticias penosas o acontecimientos desgraciados, pueden convertirse en una fuente y cauce insospechados de mansedumbre y de ternura, de acceso a la profundidad, de serenidad y paciencia, de percatarnos de esa debilidad nuestra, siempre afirmada y reconocida pero ahora experimentada; y podemos convertirla en ocasión de, siendo plenamente conscientes de ella, dejarnos llevar por las manos serenas y cariñosas de Dios.
No conozco experiencia más gratificante y enriquecedora de mi vida, que la de haber estado en el umbral de la muerte, desahuciado, postrado en la impotencia absoluta, condenado fatalmente; y, consciente de mi muerte segura, cerrando los ojos con la casi seguridad de abrirlos al otro lado de esta vida. En aquella ocasión, y en los días en que parecía eternizarse, el sentimiento de paz, de gratitud y de ternura; me atrevería a decir que de bondad, no eran un fácil consuelo sino una auténtica plenitud, que me reconciliaba con todo y con todos. Estoy convencido de que a Dios también se le descubre, y de modo privilegiado, en la experiencia involuntaria de la fragilidad; tal vez por eso Jesús comenzó su predicación con las Bienaventuranzas y no con la lectura de la Ley o con las tradicionales bendiciones bíblicas…
Ciertamente no es fácil sentir y considerar los momentos de fragilidad y de absoluta impotencia como situaciones de privilegio y signos de presencia divina, pero llegar a percibirlo es un auténtico regalo. De alguna manera son la concreción del anuncio de Jesús; y no se trata de una actitud voluntarista o consoladora, buscando refugio o ayuda psicológica. Es pura conciencia de la realidad, de lo que somos y sabemos que somos; y de que Dios no lo ignora; y de que, sin ignorarlo, no lo oculta ni lo desprecia, sino que lo asume, lo comparte, lo acompaña, y también lo sufre. ¿No nos dice S. Juan que la gloria de Dios se hace evidente y palpable precisamente en la cruz? El Credo cristiano, el Dios que revela Jesús, es el de la contradicción; los demás dioses son distantes, previsibles, asépticos a este mundo, no asumen riesgos ni muestran la debilidad de la impotencia del amor… son falsos. Porque si Dios fuera el omnipotente que no actúa, no solamente no nos sirve, sino que se hace merecedor del ateísmo y hasta de ser maldito en lugar de bendecido… Pero Jesús nos habla de otro Dios.
Qué dulzura infinita, insospechada e increíble, la que infunde Dios en nuestra debilidad, en la fragilidad de esa vida que se nos quiebra, que se rompe y se deshace sin quererlo. Sólo es accesible a quien lo sufre. A pesar de que nos quebremos y rompamos, a pesar de que el control se nos escape entre las manos, podemos sentir entonces, en lo profundo, y no en las apariencias ni en los éxitos y triunfos, el aliento sereno y apacible del Espíritu, la llamada a la paz infinita de esa misteriosa presencia de Dios, que acompaña hasta en el sufrimiento y en la cruz. Y que acompaña, justamente entonces, con una fuerza paradójica e incomprensible, precisamente porque no se hace evidente en la fortaleza y en el triunfo, sino en la serenidad y en el sosiego, y que nos permite seguir sintiéndonos dichosos, casi más dichosos ahora en la debilidad, porque esa fragilidad nos ha dado acceso por fin a lo que tantas veces sospechamos: la debilidad del mismo Dios, en quien queremos hundirnos y en cuyas manos nos sentimos siempre reposar sin saber apreciar la suavidad de sus caricias, que nos pasan desapercibidas normalmente, precisamente a causa de nuestra fortaleza, que nos vuelve indiferentes.
La delicadeza y el susurro divino, ¡es tan difícil de percibir! No son fáciles palabras de resignación decir que esa delicadeza e impotencia del amor divino solamente puede apreciarse en la fragilidad y el desamparo, en los momentos de pobreza y de carencias: ¡ése es el evangelio! ¿La fuerza de Dios?: en nuestra debilidad; ¿su sabiduría?: en la incomprensión e interrogación nuestra; ¿la esperanza firme y feliz?: en el momento del sufrimiento y de la cruz; ¿la sonrisa serena?: en la ocasión de la amargura, mezclada con nuestras lágrimas;… pero, por encima de todo, el cariño y la ternura de la Madre Dios, de Dios Padre, de la Bondad en su misterio, derramándose delicadamente en nuestra herida y abriéndonos en los momentos de naufragio el horizonte ilusionado donde está siempre encendida la luz de su faro.
¿La fragilidad un privilegio? Sí. El único modo seguro, innegable, de saber que Dios está a tu lado, muy cerca, que no estás solo ni olvidado. Y la mejor ocasión de darle gracias y de pedirle que no te olvide, que te siga acompañando desde tu debilidad, en tu debilidad; de decirle que lo necesitas, porque te has dado cuenta por fin de que Él también te necesita, quiere necesitarte, y quiere contar contigo justamente ahora cuando experimentas su grandeza en el abismo de su divinidad incomprensible, y no cuando eras fuerte y exitoso, pletórico y capaz de todo; entonces le eras menos necesario… Pero te quiere débil y frágil, porque sólo Él es el fuerte, fuerte en tu fragilidad y en tu pobreza.
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