Hay a veces circunstancias en nuestra vida que nos entristecen e inquietan, porque escapan a nuestras manos y parecen arruinar nuestras ilusiones y proyectos. Naturalmente, no me refiero a hechos o acontecimientos irrelevantes o superficiales, a los que nosotros mismos no concedemos demasiada importancia, aunque nos agradaría que resultaran favorables a nuestros deseos; tal y como ocurre en las competiciones deportivas, concursos, expectativas de ocio, elección de productos de cualquier tipo en el mercado, incapacidad para adquirir algo que nos atrae o que ansiamos, etc. En todas esas ocasiones sabemos considerar lo poco relevante que es en sí nuestro fracaso o nuestra imposibilidad de tener éxito, y tal vez protestamos, o nos solivianta la adversidad, pero no nos afecta en profundidad ni nos preocupa en demasía.
Tampoco me refiero a asuntos más serios y condicionantes, éstos sí, de nuestra vida; como circunstancias profesionales difíciles o adversas, problemas económicos, el que con nuestro esfuerzo y dedicación no logremos algo legítimo por lo que habíamos luchado,… Y mucho menos quiero pensar ahora en la inquietud o el sufrimiento por las injusticias, la desigualdad, la delincuencia, o cualquiera de las lacras que gravan nuestra sociedad y nuestro mundo civilizado.
Quiero apuntar a algo más profundo y más íntimo, que tiene que ver con nuestro proyecto creyente, cristiano, de vida. Me refiero a cuando sabiéndonos objeto de la bondad y misericordia de Dios, tomando la vida como un regalo suyo y estándole profundamente agradecidos, nos queremos situar en su seguimiento de un modo radical y completo, y buscamos comprometer nuestro futuro abriendo nuestra vida para hacer de ella lugar de acogida, hogar de otros, oasis de paz y de alegría donde se enseñe y se aprenda a gozar del compartir, a perdonarse, a convivir, a orar y sonreír, conjurándonos así por ese otro modo de vida que nos descubre el Evangelio. Y sin embargo, a veces, esa radical e ilusionada disponibilidad y proyecto nuestro, ese deseo de concretar en nuestra vida el compromiso de militancia y testimonio de nuestra fe abriéndolo a otros, no encuentra eco, no parece concernir a nadie más: deseando compartir y darnos, seguimos solos. Nos tienta entonces la tristeza y el desánimo y se instala en nosotros, en lo más hondo de nuestro ser, una cierta inquietud, que sin ser reproche a Dios, nos deja un sabor amargo, un interrogante casi descorazonador. Parece que se rechace el deseo más noble, desinteresado y evangélico que nos proponíamos como meta de nuestra vida.
Es precisamente entonces cuando nos sale al paso Jesús: Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Y nos sale al paso, justamente, para que no desfallezcamos y no dejemos de seguir ofreciendo gratuitamente nuestra vida, ni de confiar en la bondad y honradez de nuestra disponibilidad, ni de renunciar a nuestros nobles deseos. ¿Acaso pudo ver Jesús cumplidos los suyos? Pero no forzó la historia ni protestó por la aparente esterilidad de su amor y de su entrega. No es el eco que pueda tener esa disponibilidad y afán nuestro de encarnar el amor y la comunidad fraterna, de ser la familia de Dios, lo que ha de marcar nuestra actitud, nuestra alegría y nuestro deseo; sino el que esa disponibilidad y esa apertura sigan pudiéndose encontrar activas y con el mismo grado de ilusión y de esperanza durante toda nuestra vida; incluso si llegara la soledad absoluta de la cruz.
Pensamos tal vez que nuestra oración no ha sido escuchada; pero quizás Dios nos esté advirtiendo de que no nos conviene ser aún correspondidos; quizás nos dice que el futuro suyo para nosotros todavía no ha llegado; que hemos de mantenernos así, preparándolo, manteniéndonos fieles, en la sombra. En definitiva, Él esperó hasta la Pascua diciéndonos simplemente: mi yugo es llevadero y mi carga ligera…
Deja tu comentario