INSIGNIFICANCIA Y FELICIDAD (Lc 14, 7-14)
Tal vez no haya mejor cosa para adquirir plena conciencia de lo que ya sabemos, que somos completamente insignificantes en el mundo y la sociedad, por importantes que nos tengamos y por decisivas que hayan podido ser nuestras aportaciones y nuestros méritos (y más cuando, como es el caso de casi todos nosotros, al menos el mío, nuestro recuerdo se borrará en el anonimato), que trasladarnos a un país de cultura completamente distinta y sumergirnos en su día a día sin más pretensión que la de vivir su ritmo, tan distinto de aquel al que estamos acostumbrados y del que “estamos hechos”; es decir, abandonar nuestra perspectiva y consentir en dejarnos llevar sin condiciones por unas normas, criterios y valores que no coinciden en absoluto con los nuestros habituales, y que nos obligan a reconocer que se puede ser persona plenamente “de otra manera”.
Integrarse como uno más al ritmo de vida de un país y un mundo extraño, lejano, distinto; cambiando así radicalmente los modos de percepción de lo humano, y compartiendo desde lo habitual y cotidiano una cosmovisión y un planteamiento de vida que dista por completo de los moldes en que nos habíamos desenvuelto hasta ahora, nos lleva a sentirnos realmente “polvo y ceniza”, que puede llevarse el viento en el momento menos esperado sin que quede huella ni recuerdo de nuestro paso. Y ésa es una experiencia que me atrevo a considerar decisiva; no sólo una más entre las muchas que podemos procurarnos para enriquecer nuestro conocimiento de la realidad y de lo que en verdad es la humanidad, y que nosotros mismos podemos buscar e integrar más o menos fácilmente porque las buscamos y prevemos, sino la experiencia clave, precisamente porque es una experiencia desequilibrante de nuestros esquemas, y pone en evidencia incontestable esa real pequeñez nuestra, haciéndonos sentir toda nuestra relatividad y nuestra insignificancia real en carne propia.
Sin embargo, me importa subrayar que esa conciencia indudable y esa experiencia de “estar de más” porque “nadie nos echaría de menos”, de anonimato y de indiferencia ajena, lejos de ser causa de tristeza o angustia, de pesimismo, conformismo resignado o negatividad respecto a lo que somos las personas, constituye, ésa es mi experiencia, un auténtico motivo de alegría y de agradecimiento, de serenidad y de optimismo. Ver que tu sola presencia, insignificante e impotente, se integra en la humanidad consciente de su propia y limitada (¡limitadísima!) identidad sin destacar ni alterar su dinamismo plural y rico, y permitiéndote estar al lado, en condiciones de igualdad y de compartir un mismo futuro, y precisamente desde condiciones personales vitales tan distintas, viene a ser el pregustar esa reconciliación universal definitiva que los cristianos confiamos alcanzar como horizonte divino de toda la creación.
Afortunadamente, es nuestra insignificancia la que nos hace felices, y no nuestro protagonismo. Por eso, buscar los primeros puestos y el aplauso; considerar nuestro modelo como el exclusivo o “el mejor, el más perfecto de los posibles”; o empeñarse en ignorar la riqueza humana ajena y la necesidad que tenemos de ella, es (en el mejor de los casos), dejarse seducir por espejismos, conformarse con poco y caer en la trampa de brillos fugaces que se empañan y de espejos falsos que deforman…
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