TENER FE  (Lc 17, 5-10)

TENER FE  (Lc 17, 5-10)

Es de sobra conocido que la famosa frase barthiana: “la revelación es la abolición de toda religión”, sintetiza y presenta con carácter contundente y provocador, el hecho incuestionable para cualquier cristiano de que el mero esfuerzo humano por llegar al conocimiento de Dios, honrarlo, y dedicarle un culto agradecido y comprometido (la “religión” como pretensión de adquirir méritos ante “el Dios desconocido”), ha sido definitivamente cuestionado y desautorizado por Jesucristo; al ser el mismo Dios quien ha irrumpido en la humanidad encarnándose y comunicando así al hombre, impotente e incapaz de merecer nada ante él, quién es él y cómo podemos alcanzar la salvación (la “revelación” es siempre graciosa e indebida).

Los partidarios de esta forma de plantear teológicamente la cuestión deducen de ahí la consiguiente oposición (paralela a la de “religión-revelación”) entre el simple “creer en Dios” y la cristiana “tener fe”, siendo para ellos la afirmación de lo primero un intento humano (el móvil de la fundación de una religión y su culto consiguiente), mientras que la constatación de la segunda, la fe cristiana, sólo puede hacerla posible la gracia concedida por Dios mismo, ya que su objeto, la revelación, es ajeno a nuestra voluntad y a nuestra iniciativa, y nos viene exclusivamente de él, sobrenatural, imposible de acceder a él desde nuestra mera “naturaleza humana”.

Evidentemente hay mucho de verdad en este enfoque, y es un buen y pedagógico modo de presentar la reflexión teológica al respecto; pero implica un grave riesgo de conducir a reduccionismos y a equívocos, a simplificaciones e irresponsabilidades, con actitudes acríticas y fideístas, y con falsos populismos e incluso radicalismos exclusivistas, intolerancias y descalificaciones injustificables, supuestamente “dogmáticas” y baluartes de “ortodoxia”. De hecho, la intransigencia teológica de Karl Barth en su origen fue bien manifiesta, y él mismo se vio obligado en el transcurso de su reflexión teológica a reconsiderarla y corregirla.

Teniendo en cuenta, pues, lo de válido que hay en ese “esquema pedagógico”, pero dejándolo completamente de lado al reconocer su inadecuación y su insuficiencia, es preciso reflexionar profundamente en las palabras de Jesús al respecto cuando habla a sus discípulos de la fe “que mueve montañas”…

La respuesta a su petición: “Auméntanos la fe” es una completa desautorización a considerarla en términos de “tamaño” o “cantidad”… No se trata de una magnitud mensurable: bastaría “un grano de mostaza”…. Tal vez la mejor manera de entenderla y explicarla sea cambiando de palabra; y,  en lugar de “fe”, hablar de “confianza”, para acentuar y recuperar con ella la dimensión completamente íntima y personal a la que se refiere Jesús y de la que él mismo vive en su misteriosa, e inaprensible para nosotros, relación con el Padre y la divinidad. Y ahí sí que hay una definitiva e incuestionable corrección de Jesús a sus discípulos, que nos exige a los cristianos una actitud radical y definitiva: para Jesús “tener fe” no es “creer en algo”, o “en alguien”, sino depositar nuestra completa confianza en Alguien que es Dios, en él, y ofrecerle nuestra persona y nuestra vida como ocasión de que se cumpla su voluntad en este mundo, convirtiéndonos nosotros en instrumentos irreprochables de su misericordia y su perdón, de su verdad y de la dicha de su Reino.

Ciertamente la fe cristiana, tal como la exige Jesús a sus seguidores, no está ligada a creencias o Credos, sino a una inquebrantable decisión de no alejarnos de él, de poner nuestra vida en sus manos y de adherirnos incondicionalmente a ese Reinado suyo. Es compromiso total con su persona y sus palabras, y acompañamiento en su misión; es disponibilidad y seguimiento, el gozo inmenso de saberlo y sentirlo a nuestro lado, y de querer ser fieles a su llamada. Confiar en él es no salir nunca del asombro de su vida y de su cruz, sintiéndonos tan pequeños y tan indignos que nos avergüenza su mirada, pero nos colma de alegría su sonrisa y su indulgencia; e, impulsados por ese misterio suyo, no saber, ni querer, vivir de otra manera.

“Tener fe”, confiar en Jesús y en Dios, es establecer otro modo de relación con el mundo y con las personas, porque es asimilarse al modo de vida que él vive, y nos propone, desde una auténtica “conversión” y un convencimiento profundamente consciente y comprometido, sabiendo inexcusablemente que se trata de aceptar complicaciones y de asumir riesgos; no de sentirse seguro e invulnerable (¡él murió condenado en la cruz!), sino de querer estar constante y eternamente disponibles. Eso cambia y altera profundamente la realidad, aunque tal vez no lo percibamos; porque va marcando en ella la impronta divina y transforma con ello el orden creado, madurándolo para que llegue a plenitud. 

Por eso la fe nunca es una pasividad, como “esperando que el Espíritu Santo nos dé luz y nos la regale” (decir eso es una irresponsabilidad y una completa estupidez); sino un ponerse en marcha para seguir a Jesús, un confiar exclusivamente en él, hacerlo el único guía y conductor de nuestra vida precisamente porque quedamos asombrados y entusiasmados ante la transparencia y las dimensiones de su persona, ante su misterio y ante el horizonte divino que nos propone, y hacia el que nos dirige y conduce.

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