EL REGALO DE LA INDIGENCIA  (Jn 15, 9-17)

EL REGALO DE LA INDIGENCIA  (Jn 15, 9-17)

En el origen de nuestra fe no estamos nosotros sino Dios. No es nuestro interrogante el que nos abre el camino a reconocer nuestra dependencia y experimentar nuestra indigencia, sino la iniciativa divina, origen y causa de su Revelación, la que nos concede la lucidez de nuestro inconformismo con “lo terrenal”.

Una cosa es ser conscientes de nuestros límites, apercibirnos de lo que es nuestra realidad material y efímera, fugaz e indomable; y otra muy distinta experimentar esa finitud y caducidad como indigencia y como dependencia radicales. Nuestra inteligencia nos da explicación de la realidad, control y dominio sobre ella; pero de por sí no tendría por qué aportarnos experiencia de trascendencia, podría situarnos meramente en el terreno de la inmanencia pura: sin más interrogantes ni sensación de “pérdida” ante la muerte, de voluntad incoercible de “más allá”, de afán de infinitud, de sentimiento de “carencia” cuando consideramos nuestra persona como simple individuo de una especie, la culminante en apariencia, de este mundo.

Si hay un plus que nos conduce al inconformismo y al lamento ante la muerte; si el interrogante de la trascendencia se abre ante nosotros y no podemos eludirlo (sea cual sea la respuesta que le damos), no es únicamente por la complejidad de nuestro cerebro, sino por “voluntad ajena”: en el origen del misterio de nuestra persona y nuestra identidad está el misterio de “Alguien”, provocador del cuestionamiento definitivo de nuestra vida.

Reconocer la iniciativa de Dios es justamente afirmar que hemos sido creados, y con ello reconocer (porque él nos lo ha revelado, y no porque nosotros lo hayamos deducido), que ser persona es lo que es: no satisfacerse con esta realidad física creada. Y encarar el interrogante “ajeno” ineludible con confianza es la dimensión trascendente que nos abre. En nuestra insatisfacción, en la conciencia no de nuestras limitaciones sino de nuestra indigencia, nos habla Dios: el que sembró en nosotros la duda, es porque se adelantaba con la respuesta, y aceptar ambas, duda y respuesta, constituye la raíz de nuestra fe cristiana.

Pero, sobre todo, la respuesta divina que nos transmite y trasluce la persona de Jesús, quiere además elucidar los lados oscuros que podría imaginar nuestro reconocimiento sincero de esa trascendencia a la que se nos convoca, aportándonos la seguridad y la evidencia de la total coherencia entre ese impulso vital infundido en nosotros y el futuro de promesa hecho ya realidad en y por él. Hay acceso al misterio; el misterio es glorioso y luminoso, no oscuro y temible; no es amenazante, sino envolvente y amoroso.

Por eso la actitud que nos requiere es de total confianza, de serenidad y de alegría, de convocatoria fraterna y entusiasta a la bondad y al amor, a la paz, a una dicha que, como nadie puede arrebatárnosla, porque es el horizonte definitivo para cuya incorporación se nos otorgó “la duda”, debemos hacer ya experiencia anticipada construyendo nuestra vida desde ella. Es ahí donde se pone a prueba el correlato del interrogante inscrito: en nuestra libertad, no menos misteriosa

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