LO IMPOSIBLE Y ASOMBROSO  (Lc 24, 35-48)

LO IMPOSIBLE Y ASOMBROSO  (Lc 24, 35-48)

Pocas veces nos paramos a pensarlo profundamente, pero el hecho más sorprendente y decisivo del evangelio y de la persona de Jesús, y que es el constitutivo de los fundamentos de nuestra fe cristiana hasta el punto de que sin él no habría surgido ni tendría consistencia alguna, lo recogen los relatos de las apariciones del resucitado.

La evidencia de su crucifixión, de su muerte y de su sepultura es tal, que sólo algo realmente extraordinario e impredecible, fuera de lo común e incluso de lo “creíble”, podría dar lugar no a un simple “creer en la resurrección y en una vida eterna en el cielo” (algo más o menos común a cualquier planteamiento religioso, sea de una u otra índole), sino a la contundente e irrebatible afirmación de la resurrección corporal de Jesús; y, en consecuencia, confiar, literalmente, en “la resurrección de la carne”.

No se busca interpretación ni explicación, ni se pretende limitar la “vida eterna” y “el cielo” a un alma animadora del cuerpo que experimentamos como personal e intransferible, identidad exclusiva nuestra, disociando así (como es nuestra tendencia “natural”), el alma y el cuerpo; sino, todo lo contrario, el empeño es salvaguardar, ratificar y confirmar, que no hay personalidad posible, ni temporal ni eterna, sin el propio cuerpo físico que nos constituye e identifica en este mundo material.

Por eso las apariciones de Jesús se mueven en el terreno de lo incomprensible, chocante y paradójico: hay invisibilidad visible, materialidad inmaterial, corporalidad incorpórea, trascendencia experimentable… un cúmulo de contrasentidos… y no se intenta, ni le importa al evangelista relator, hacerla comprensible, sino más bien al contrario, todos se empeñan en acentuar las contradicciones, sumiéndonos en la perplejidad de lo inconciliable e imposible.

Se pretende expresamente que sean una provocación descarada a nuestra razón y un dejarnos sin respuesta, para que nuestro seguimiento y nuestra confesión de fe en Jesús como salvador y mediador absoluto, no pueda sustentarse más que en la absoluta confianza que desafía nuestra comprensión “cerrada” de la realidad, abriéndonos un horizonte inimaginable.

Por eso la única forma de hablar de todo ello es la acuñada genialmente por san Pablo: muere un cuerpo terreno, resucita un cuerpo espiritualizado. Es decir, lo decisivo es corroborar nuestra identidad dotándola del infinito anhelado; y nuestra identidad no puede prescindir de nuestro cuerpo, como tampoco de eso que podemos llamar “alma”, “conciencia” o “interior”, pero que en realidad no es nada susceptible de definición física, y que tampoco podría subsistir autónomamente como nuestra sin su cuerpo…

Lo posible es lo nuestro, lo humano, lo que tiene siempre una causa y un efecto, y cuyo desarrollo supervisamos; lo que somos capaces de construir y controlar; el fruto de la inteligencia y del trabajo; lo que nos hace personas y, con ello, nos otorga responsabilidad y nos concede dignidad. Y, sin embargo…

No puedo dejar de identificarme con este cuerpo mío, elemento finito e impotente, que incluso a veces se doblega ante una fuerza incontrolable, imprevista (aunque tal vez deseada), pero que no deja nunca de ser materia deleznable, frágil y caduca, encerrada en sus límites espaciotemporales, incapaz de eternizarse. Y, sin embargo…

Sin embargo, no lo es todo; no nos basta. Hay algo más que nos sustenta, un más allá del horizonte creado, la identidad de un infinito al que me siento proyectado, la evidencia de no poder prescindir de lo imposible para llegar plena y definitivamente a ser humano, a ser yo mismo y para siempre.

Necesito lo imposible; y eso imposible es cristiano, porque es el Dios de Jesús, el de las paradojas, la contradicción y lo aparentemente absurdo. Y ése, él mismo, ha muerto y resucitado. Se hizo carne nuestra para transformarla, para transfigurarla, para hacerla “carne de Dios”, es decir, eterna…

Ese más allá de lo posible, el de lo imposible de Dios, del Dios de Jesús, del propio Jesús, del Padre y el Espíritu Santo que lo han resucitado, lo es tanto, que no es dotar de vida “un alma”, separada de su cuerpo que sólo provisionalmente lo acompañara, dada su materialidad y sus condiciones transitorias; eso, con todo su misterio, aún nos parece accesible y comprensible, se sitúa en nuestra asunción de “lo posible”…

El asombro se provoca en nosotros de modo desestabilizador y desafiante porque no es “el alma” de Jesús quien llega al cielo, desprendida de ese cuerpo que habría estimado como un lastre pesado; sino “el todo Jesús” quien resucita, “en cuerpo y alma”, su única y completa identidad como persona humana, inseparable eternamente de ese cuerpo que lo constituía realidad material, creada y humana…

Sólo nos queda decir: ¡si no es posible!… En efecto, estamos en la raíz de lo imposible: de Dios… Pero para que no lo dudemos: creer en el Dios de Jesús, creer en Jesús, creer en Dios al modo de Jesús, vivir la vida desde la luz y la fuerza de su Espíritu Santo, no es hacerlo en la constatación de lo posible, del argumento y las hipótesis, de los supuestos y lo verificable; sino en el asombro de lo imposible… Y ése es nuestro futuro; ésa nuestra esperanza…

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