UNA ENTRADA EN FALSO (Mc 11, 1-10)
Es un pórtico falso, una aclamación inconsciente e inconsistente. Ni siquiera un intento fallido, porque no hay ninguna voluntad ni intención de que prospere; ni por parte de los protagonistas, ese espontáneo y desproporcionado populismo que mueve irreflexivamente a las masas contagiando un mimetismo irresponsable, ni por parte del aclamado que repetida y constantemente huía de esas masas porque conoce su vehemencia y su falta de sensatez y de coherencia. ¿Cómo fiarse?…
Una aclamación imprevista y tumultuaria de ese jaez se parece tanto a un linchamiento, que Jesús, conocedor como nadie del corazón humano (y consciente del inmediato futuro que le espera), aunque no puede evitarla, tampoco quiere asumirla; y, lejos de entusiasmos, se limita a lo sorprendente: seguir su camino, probablemente con cierta tristeza y el rostro contrariado, porque ya prevé que esa misma muchedumbre lo escoltará con otros gritos dentro de unos días, por esas mismas calles, pero en un itinerario inverso: camino del Calvario.
La “entrada solemne en Jerusalén” viene a ser la penúltima estación de un Via Crucis de tentación a lo largo de su vida: reclamos de milagros, petición de “signos”, voluntad de que asuma el poder convirtiéndose en caudillo, provocación a su insaciable sed de amor y de perdón, rechazo del seguimiento… El Hijo del Hombre, que no tiene dónde reposar su cabeza, y sabe que lo acechan, ha estado rodeado de incomprensión y de provocaciones, ¿cómo no ver esa jubilosa entrada como una más, y tal vez más seductora y engañosa que las otras…? No va a caer en ella, porque no pierde la lucidez ni la humildad. Seguirá caminando en silencio… que hablen las piedras…
Aclamar a Jesús un “domingo de Ramos” es confesar nuestra hipocresía, nuestra falsedad, la inconsistencia y lo voluble de nuestra vida, la falta de rigor de nuestras decisiones, la prueba de la incoherencia, la manifestación pública de nuestra actitud “de rebaño” e irresponsable… En el mejor de los casos, es un dejarse llevar de las emociones superficiales, y de esa morbosidad de acudir presurosos allá adonde “ocurre algo” o donde “hay fiesta”, pero sin celebrar nada, sin sentirnos partícipes y protagonistas, sin dotar a nuestra actitud de un fundamento consistente y con un tenor noble y sensato, reflexivo y comprometido. Acudir así, “dejándose llevar”, al Domingo de Ramos, no deja de formar parte del “Carpe diem” y se convierte en lo que se hará patente en pocos días: en un ultraje, un despropósito, una mentira vergonzosa…
Reconocerlo, y lamentarlo, es la única “celebración” posible para quien, ya desde la perspectiva de la historia transcurrida, quiere acompañar realmente a Jesús, porque necesita seguir sintiendo su latido humano, no quedarse en ideas y propósitos e intentar profundizar en el abismo de la cruz, en la paradoja de Dios y de lo humano. Porque acompañar, después de tantos siglos, una inesperada y populosa entrada suya en Jerusalén, en vísperas de Pascua, no quiere ser un recuerdo ni una exhibición de ramos y palmas, sino más bien ese humilde y arrepentido reconocimiento de nuestra falsedad, nuestra incoherencia y nuestra cobardía…
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