LO IMPORTANTE NO ES EL MILAGRO (Mc 1, 40-45)
Cuando el leproso, curado tras encontrarse con Jesús y pedírselo con absoluta confianza, considera su sanación, su recuperación de la dignidad perdida (ya sabemos que el leproso no sólo era un enfermo, sino sobre todo un proscrito, un “apestado”: excluido, discriminado, maldito…), no celebra tanto su salud cuanto su encuentro con Jesús. Parece que lo más urgente para él no es exhibir esa salud que lo reintegra en la sociedad, sino proclamar ante el mundo y ante quienes le conocen que con Jesús ha llegado algo: alguien que cambia nuestra realidad, re–crea nuestra persona e infunde nueva vida.
En tiempos de Jesús, como todavía hoy, y siempre, había muchos “sanadores”, curanderos y exorcistas. Son personas “especiales”, pero lo importante es el efecto de su actividad, no su identidad personal. El curandero, como el exorcista, es sólo canalizador de unas fuerzas ocultas que le superan y que actúan misteriosamente a través de él, sin ningún “mérito” o “autoridad personal”; es un simple intermediario de algo que no pretende entender ni dominar, tal y como un zahorí señala dónde hay que excavar para encontrar agua, sin detenerse a reflexionar sobre el magnetismo que le hace sensible para detectarlo.
Pero el que se encuentra con Jesús, aunque busque un milagro, no trata con un zahorí ni con un curandero; sino con alguien (como apuntaba Marcos desde el principio de su evangelio) que tiene “autoridad”. Por eso, opuestamente a lo que ocurre cuando se trata con esos personajes, lo realmente importante nunca es el milagro concreto suyo sino su persona, el encuentro con él propiciado por ese “signo” de su poder y autoridad divina. De ahí que la actitud de quien cree en él jamás venga condicionada por la simple realización o no de un milagro, de una curación o de un exorcismo. Sabemos que, en realidad, es una completa e inconsistente “falta de fe” la supeditación de ella a un “beneficio” solicitado, aunque a veces lo hagamos incluso al precio (o “chantaje a Dios”) de voluntariosos “sacrificios” o “promesas”… Quien condiciona su fe a un milagro o exhibición divina es en realidad un agnóstico por definición. De hecho, ésa es justamente la actitud de quien se define como tal; (aunque, en realidad, no refleja casi siempre sino una especie de “pereza mental” o encubrimiento de una actitud de “alergia” u oposición ante el carácter misterioso o “sacramental” de la realidad y de la vida; pues, a pesar de afirmar que “si Dios se presentara como poderoso en una exhibición portentosa” creería entonces en él; sin embargo, lo dice precisamente porque niega de antemano la posibilidad de esa presentación milagrosa…).
Confiar en Jesús y descubrir en él la clave de la vida porque es “la encarnación del mismo Dios”, no puede depender de su capacidad de obrar prodigios, sino de su personalidad insólita y de su forma inusual y excepcional de vivir y de considerar la vida humana. Por otro lado, es cierto que en ocasiones una persona sólo llega a percatarse del misterio profundo de su persona cuando se ve confrontado a algo extraordinario, o le acontece un suceso “feliz”, cuyas consecuencias para él son de tal calibre, que trastocan su visión de las cosas y los valores de su propia vida, y le lleva a percibir un influjo, hasta entonces puede que deseado, pero no experimentado directamente. Sin embargo, lo decisivo es siempre el encuentro personal, y no el “beneficio” obtenido. Si uno lee su vida con honradez, agradecimiento, conciencia de su indigencia radical y horizonte “sacramental”; es decir, como grávida de un sentido que nos sobrepasa y de un misterio, que especialmente al contacto con Jesús descubrimos es el de Dios y nuestro futuro, entonces, jamás deja de descubrir en ella auténticos “milagros”…
En resumen: el leproso no celebra el milagro, celebra su encuentro con Jesús. Descubrir los evidentes signos de presencia de Dios en nuestra vida es lo verdaderamente importante; pero que ese signo sea “un milagro”, o se sitúe en la órbita de lo cotidiano y rutinario no tiene la menor importancia. Lo decisivo es que nuestros ojos estén abiertos y sean humildes para reconocerlo…
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