UNA TEOFANÍA INSÓLITA (Mc 1, 6-11)

UNA TEOFANÍA INSÓLITA (Mc 1, 6-11)

La del bautismo de Jesús es una teofanía insólita. Insólita, insospechada e inesperada.

Una teofanía no es una “revelación personal”, sino una “manifestación pública de Dios” dirigida a todos los presentes expectantes, los cuales reconocen (casi siempre atemorizados) el poder divino, rindiéndose ante él. Nada de eso parece ocurrir en ese bautismo. Se nos presenta como una teofanía “exclusiva” para el Bautista y para Jesús…

Y tal vez ahí está el verdadero sentido: la presencia de Dios en el mundo no es ostentosa e impositiva; ahí está el propio Jesús, el cual es en persona la verdadera y carnal teofanía, que hace innecesario y superfluo cualquier otro modo de manifestación de lo divino. Y en el bautismo lo refrenda el propio Dios en plenitud, Padre, Hijo, Espíritu Santo, precisamente para que nadie dude de la verdadera identidad, del verdadero lugar y tiempo en que la divinidad se hace presente con la irrevocabilidad de una persona humana en este orden creado.

No se trata de reivindicar a nadie, sino de confirmar la identidad de Jesús, algo casi completamente imperceptible en su misterio antes de que haga eclosión en la cruz tras una vida que no habrá hecho sino sembrar interrogantes… Es retrotraer al principio la clave del misterio de esa persona singular, que sólo veremos con claridad después, cuando nos digamos: “¡Era verdad!…” 

Todas las tradiciones religiosas creyeron siempre que cualquier manifestación visible de Dios era una muestra de su omnipotencia; y que, en consecuencia, si se daba, era impositiva, imposible de ser silenciada o rechazada; es decir, de tal evidencia pública y tan contundente, que resultaba innegable, de modo que aunque resultara incomprensible e inesperada, se tildaba de “milagrosa” y de “terrible”…  Y, en cualquier caso, y por mucha que fuera la modestia de Dios al manifestarse, y no lo hiciera de forma avasalladora, espectacular e imponente, atemorizando al mundo y reclamando un respeto terrorífico; cuando, además, a través de ella se producía la reivindicación de una persona por el poder divino para dotarle de autoridad “de lo alto” (Abraham, Moisés, Elías…), ésta ya quedaba marcada ostensiblemente con el sello de elegido, y eso significaba, imperativamente, convertirse a los ojos del resto de la humanidad en profeta poderoso, en vidente y taumaturgo; era haber alcanzado un estado que le proporcionaba un aura inconfundible y reconocible por todos.

Porque es cierto que aunque el protagonista absoluto de la teofanía es Dios, cuando hay un intercesor o mediador, ella lo acredita como tal, y constituía así una auténtica “elección” carismática, no ya sólo como vocación o llamada personal e íntima al sujeto, sino como publicidad y manifestación concluyente para el resto del pueblo, testigos de ella.

Por todo eso, podemos decir que la del Bautismo de Jesús es una teofanía insólita: porque con toda su indudable solemnidad, sin embargo, parece sumergirse para Jesús en la rutina de lo cotidiano; y aunque los evangelistas, en mirada retrospectiva, le concedan ese tono y características celestiales, parece que no alteró en absoluto ni la praxis del Bautista ni la percepción que el pueblo tenía y tuvo entonces de Jesús.

En realidad, las únicas personas a quienes los evangelistas presentan como conscientes y testigos de la para ellos evidente y solemne teofanía bautismal son Juan, el Bautista, y el propio Jesús; cada uno con consciencia y consecuencias distintas y propias.

En resumen: la teofanía no es “lo que ocurre” en el bautismo de Jesús. La teofanía es Jesús… Y su bautismo sorprendente, es el comienzo de algo…

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