UN DIOS FAMILIAR (Lc 2, 22-40)
El profundo misterio cristiano de la Navidad nos hace dar un vuelco a nuestras ideas y a nuestro concepto de Dios. No únicamente en términos de “distancia” (Dios se ha hecho tan cercano…); sino, sobre todo, respecto a “lo que es” ser Dios, respecto a “quién” y “cómo” es Dios; o, como dirían los metafísicos, respecto a su “esencia”. No es que Dios, el Dios en quien creíamos, “se ha acercado a nosotros”; es que es “otro Dios”, distinto al que pensábamos…
Porque no se trata de que Dios, tal y como pensamos que es omnipotente y capaz de lo para nosotros imposible, haya vencido distancias, y podamos ver de cerca, tocar corporalmente su persona, su inmensidad… sino que al hacerlo se nos hace evidente que no es “ése que pensábamos”, nos ha forzado a cambiar lo que pensamos de él respecto a sí mismo, su esencia no es la que creíamos: Dios no es “el absoluto”, que podría vivir en sí mismo, en soledad eterna, aseidad pura; sino la única posibilidad de ser Dios es “ser familia”, extro-verterse… necesita ser en y por los otros… Como he dicho otras veces, la definición más certera de Dios, tras su revelación en Jesús, es rotunda: “ser Dios” es ser “incapaz de ensimismarse”…
Dios no solamente es persona, y no un éter difuso, sino que es “familia” (relación a los demás); o, dicho de otra manera, ser persona es ser-en-relación, vida a compartir. Dios se nos hace, se nos descubre “familiar”, porque “es” familia…
Y no es que estemos “antropomorfizando” a Dios, algo así como queriéndolo hacerlo “a imagen y semejanza nuestra”; sino (completamente a la inversa), es que la persona humana, solamente en su necesidad imperiosa del otro para constituirse como persona y adquirir la propia y peculiar identidad, justamente en su experiencia de “necesidad del otro” y de entrega amorosa al otro para afirmarse y para cobrar conciencia del horizonte de su existencia, experimenta un pálido reflejo de lo que es ser Dios; siendo eso lo que lo constituye “imagen y semejanza” divinas.
Esa “imagen y semejanza de Dios” no es su capacidad de dominio y de poder, sino su “referencia al prójimo”, su impulso de amor experimentado no como “complemento” de su vida, sino como radical exigencia de su ser, como única forma de vida posible para la persona. Por eso la libertad, más que la inteligencia, es el distintivo de lo humano.
Ser Dios no es ser absoluto y autosuficiente, sino ser familiar: entrega, convivencia…; la vida divina no es posible más que como “donación al otro”, es afirmar nuestra identidad personal precisamente a través de experimentar la riqueza del otro, en unidad familiar e íntima con él. Por eso Dios es Trinidad. Por eso el Hijo ha de encarnarse. Y por eso el hombre sólo logra ser persona y tener vida unido a Dios en su misterio.
Insisto: un Dios familiar, un niño nacido en Belén, es tanto como decir que nuestra experiencia de familia (necesaria para llegar a ser personas), es lo que nos constituye “imagen y semejanza” del mismo ser divino.
Celebrar la Navidad nos debe abrir con mayor consciencia y con creciente responsabilidad a gozar de ese misterio…
Deja tu comentario