EL TESORO DEL REINO (Mt 13, 44-46)
El que más y el que menos de nosotros no sabe con certeza el primer deseo cuyo cumplimiento querría ver satisfecho, si se le presentara el genio de la lámpara de Aladino… ¿Cuál sería?… ¿Y el segundo?… ¿y el tercero?… ¡Porque tenemos tantos!…
Como se trata de tres deseos (según el cuento legendario), caso de que se nos dijera así, quizás no tendríamos tan gran problema en proponerlos, independientemente del orden en que los quisiéramos hacer reales (aunque también podemos imaginar que no sería tan fácil seleccionarlos…); la seguridad de contar con los tres, antes o después, nos bastaría probablemente para sentirnos felices y entusiasmados sin echar de menos otras posibilidades…
Tal vez si la propuesta del genio enlatado fuera la de hacer real un solo deseo, cavilaríamos mucho, e incluso nos sentiríamos inquietos ante el riesgo de desaprovechar una oportunidad tan poderosa, dejándonos llevar impulsivamente por la emoción y actuando con demasiada precipitación o ansiedad, y teniéndolo luego que lamentar el resto de nuestra vida. Lo pensaríamos muy bien, reflexionaríamos probablemente con no poco incomodo y paciencia; y, al final, propondríamos al genio bondadoso un deseo que pudiera incluir todo lo que estimamos como primordial y como “el sueño” de nuestra vida.
Se nos hace siempre difícil, si no imposible, concentrar en un único objetivo o expresar en un solo deseo todas las aspiraciones de nuestra vida, de modo que pudiéramos decir que consiguiéndolo, todo el sentido de ella habría llegado a su objetivo de plenitud, y ya no habría nada de lo que pretendemos, ansiamos o “soñamos”, que quedara por cumplirse. Tal vez la única expresión en la que reunimos tal “imposible” es la de “estar en el Paraíso”, o la de “vivir en la utopía”…
El evangelio de Jesús nos resuelve de la forma más simple y acertada, la única realmente verdadera y en coherencia con nuestra vida auténtica y con nuestro horizonte de futuro como personas, el dilema de ese único y primordial deseo.
Y no sólo lo resuelve en el terreno de la teoría de la fantasía imposible, como Aladino, o de la realidad improbable; sino que nos lo otorga verdaderamente: el Reino de Dios, la utopía divina para los hombres, está entre nosotros, lo tenemos al alcance de la mano; nos es ofrecido y regalado al incorporarnos a la persona de Jesús.
No es, pues, el consuelo de una realidad futura, sino la irrupción del mismo horizonte desde el que el propio Dios nos ha sembrado en la vida, haciendo patente nuestra insatisfacción e inconformismo con lo meramente visible y material, porque sabemos que carece de porvenir y de plenitud. El Reino de Dios es sí, tesoro encontrado, para que lo hagamos nuestro; pero porque nunca es propiedad de nadie, sino todo lo contrario: oferta universal, convocatoria a abismarnos en él.
La verdadera experiencia de la vida, la real, la que nos hace personas, no es la de la búsqueda, sino la del encuentro… no la del insaciable deseo de algo más, nunca alcanzable; sino la del asombro, el estupor, y hasta el desconcierto, de recibir algo inesperado, algo que, sorprendentemente apunta a Alguien y a un horizonte no previsto que excede a todo lo deseable y deseado.
Experimentamos que tal es la única meta digna para nuestra persona y nuestra vida humana. Tal es, en su aparente imposibilidad, la sola verdad que da aliento y ánimo, tanto a nuestra historia personal, como a la historia colectiva de la humanidad, sin tener que resignarnos al absurdo y al sinsentido de que se imponga precisamente la renuncia al impulso más íntimo e innegable de la creación, de la vida…
De eso nos habla el Reino de Dios propuesto por Jesús…
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