¿POR QUÉ LAMENTARSE? (Jn 11, 1-45)
¿Cuántas veces nos hemos dirigido a Dios con un reproche similar al de Marta y María: “Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano”… ¿Cuántos lamentos hay en nuestra vida con ese condicional: “si no hubiera ocurrido tal cosa”… “si lo hubiera sabido”… “si me lo hubieran dicho”…?
Casi podríamos decir que nuestra vida se mueve en una cadena de “a posterioris”…; es decir, queriendo buscar explicaciones, o traer al presente posibilidades o alternativas de un pasado irrecuperable. Sentimos nuestra situación actual como la consecuencia inevitable de decisiones o de omisiones, propias y ajenas; las cuales, sin embargo, eran forzosamente limitadas e imprevisibles, y cuyos resultados finales escapan lamentablemente a nuestro control, y nos sentimos desdichados por ello.
El núcleo fundamental del evangelio de Jesús, de su mensaje y de su persona, de su propia vida, sólo considera el pasado para mirar hacia el futuro. No para quejarse y lamentarse, sino todo lo contrario: para constatar nuestra indigencia y mirar hacia delante ilusionados, ya que Dios nos abre horizontes de futuro, de promesas, al acompañarnos. De ahí la respuesta, provocadora como siempre, de Jesús a esa queja de las hermanas; respuesta que (como no puede ser de otra manera tratándose de la propuesta apremiante que su presencia y compañía suscita y despierta cautivadoramente en nosotros), es siempre un interrogante, el interrogante decisivo y definitivo de nuestra vida, y que tantas veces ignoramos o relegamos al olvido con una indiferencia completamente inconsciente e incluso irresponsable: “¿No te he dicho que si crees en mí, verás la gloria de Dios?”… La perspectiva de nuestra vida es de futuro, de un futuro que, con Jesús, es eterno, divino e irrenunciable…
Hemos de decidirnos no sólo a vivir de modo que ese futuro sea posible; sino a hacerlo eficaz desde ese propio futuro, el de las promesas de Dios. Porque Dios hace realidad lo que para nosotros se convierte en posibilidad imposible… Y es Él mismo quien nos hace capaces de vivir en presente ese futuro, en lugar de estar deseando que nuestro pasado hubiera sido distinto para haber provocado un presente que irreflexivamente juzgamos sería más satisfactorio (aunque, precisamente por nuestra limitación, y la imprevisión inherente a la realidad de nuestra vida humana, nunca podremos estar seguros de que hubiera sido mejor otro pasado como alternativa)…
Hemos de sabernos y sentirnos realmente acompañados siempre por el mismo Dios y su “inevitable Providencia”, empeñada en que el transcurrir de nuestra vida sea anuncio y testimonio del Reinado de Dios, a pesar de nuestra imposibilidad de comprensión, de nuestros límites, de nuestros lamentos, e incluso de nuestro “sufrimiento” y de nuestra cruz, que sólo puede ser la de Jesús… Dios no interviene positivamente en nuestra historia, pero está siempre a nuestro lado, del mismo modo que pedía a los israelitas, y nos pide a nosotros, que lo tengamos siempre presente: nos lleva “en su mente y en su corazón”…
Hemos de considerarnos privilegiados, porque su aparente, y físicamente real ausencia, no significa desentenderse de nuestra vida, ignorar nuestras personas o alejarse de sus hermanos y amigos, sino únicamente estímulo y provocación de nuestra conciencia de criaturas, de nuestra dependencia de Él, y de nuestra fortaleza, confianza y esperanza exclusivas en Él. Como del propio Lázaro, ¡no se ha olvidado ni un instante de nosotros!; por eso acude siempre, aunque nosotros creamos que demasiado tarde… Conscientes de nuestra indigencia y de su bondad, dejémonos llevar de su mano y ser instalados, por esa fuerza incontenible y misteriosa de su Espíritu en nosotros, en el propio futuro definitivo suyo, hecho ya presente eterno para tantos de nuestros hermanos.
No temamos dirigirle ese espontáneo e ingenuo reproche cariñoso (eso sí, ¡que sea siempre cariñoso y confiado, muestra de la necesidad que tenemos de Él y de nuestra entrega incondicional a Él), expresión de nuestra ignorancia y de nuestra pequeñez, de nuestra limitación imposible de ocultar e inevitable: “Si hubieras estado aquí…” Pero hagámoslo desde la confianza absoluta e inquebrantable, y desde el amor más apasionado y entusiasta… incluso con una sonrisa y con el inmenso e incontenible gozo de escuchar de sus labios su respuesta con mansedumbre y docilidad; esa respuesta que no deja de ser también el dulce y delicado reproche del mismo Dios a nuestra “protesta por ser creados”, cuando nos dice incansablemente en todos los instantes de nuestra vida y disculpando nuestra impaciencia y nuestra zozobra: “¿Acaso soy yo capaz de abandonarte? Eres tú quien se empeña en alejarse, quien no acaba de asimilar la infinitud de mi bondad, ni la forzosa provisionalidad de tu vida material y lo inescrutable de tu futuro divino, cuyo hacerse presente depende siempre de ti y de tu libre opción por mí…
Nuestro futuro de definitividad, plenitud y cumplimiento, nos lo hace ya presente la cercanía y acompañamiento del propio Jesús incomprensible, que por eso es resurrección y vida iluminadora de nuestro hoy y esperanza del mañana. Ahí se sitúa la fe que él nos pide, la que nos abre los ojos… Así, pues, ¿por qué lamentarse?…
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