MUCHO MÁS QUE UN “SACRIFICIO” (Jn 1, 29-34)
El testimonio del Bautista, según el evangelio de Juan, no añade nada a la persona de Jesús, sino que pretende llamar la atención de todos respecto a Él. Pero es un testimonio importante, fundamental, porque supone lo que implica tener fe en el Hijo, es decir en Dios, presente en Jesús: pasar de la ignorancia respecto a Él (que es el horizonte auténtico de nuestra vida), al reconocimiento entusiasta y comprometido de la insospechada grandeza de un Dios que se hace humano, y su repercusión para nosotros y nuestra salvación.
El evangelista quiere situar a Jesús en la perspectiva del Israel fiel y devoto, hablando por boca del Bautista del “cordero de Dios que quita el pecado del mundo”, para hacer referencia al sacrificio expiatorio, eje del culto oficial de la Alianza, que no podía faltar en el pueblo elegido, en una comunidad humana confesante de su fe en Yahvé. Por eso, anunciado así desde el comienzo, la vida de Jesús culminará en el sacrificio de la cruz, situado por Juan precisamente en la víspera de Pascua, el día de la inmolación del cordero, memorial de la liberación divina de su pueblo.
No estamos hoy en tiempos ni en una cultura religiosa sacrificial, porque la humanidad y nuestra propia profundización del misterio de Dios revelado plena y culminantemente en Jesús, y de la convocatoria salvadora universal de esa revelación a los hombres, ha crecido en intensidad y debe superar los estrechos cauces de aquella mentalidad religiosa anclada en un una teología, una liturgia y una devoción ya superadas por unilaterales, limitadas e imperfectas; y cuyo riesgo y peligro (desgraciadamente hecho realidad frecuentemente, condicionando vidas, actitudes y mentalidades) fue caer en una real e inconsciente infidelidad, una actitud equívoca, y un horizonte mental engañoso, escrupuloso hasta la neurosis, e incluso angustioso y manipulable; y no ejemplo de auténtica y verdadera obediencia evangélica, sino sumisión “antievangélica” y servilismo, opuesto a la voluntad divina y a su convocatoria y ofrecimiento de salvación, reivindicador de nuestra persona desde la libertad y la lucidez.
Esa tan discutible, y ahora desautorizada, “religiosidad” es la que no permitía “conocer a Jesús”, como dice el Bautista (“Yo no lo conocía…”). Sin embargo el legendario relato de Juan nos puede servir para rescatar algo esencial y nuclear de esa “Buena noticia” de la encarnación de Dios: que Dios se somete incluso a nuestra errónea manera de “celebrarlo” a Él y de mostrarle nuestro equivocado camino de piedad y devoción, aceptando “desde dentro” corregirlo tras sufrirlo él mismo, e infundiéndonos con ello, a través de su Espíritu Santo que comparte con nosotros, y del que es único mediador para nosotros, la clarividencia y la fortaleza que necesitamos para enderezar nuestros caminos; para corregir nuestro error; para, tras avergonzarnos de nuestra inutilidad, cuyas consecuencias son la crueldad, la violencia, el juicio sin misericordia, la condena injusta y la insensibilidad ante el prójimo, su propia muerte…, tras todo ese despropósito de nuestra religiosidad sacrificial, convertirnos en discípulos de su Hijo, en Pablos regenerados por su luz tras haber sido Saulos, en ciudadanos de su Reino; y no sólo en testigos ajenos de su vida y su bondad, sino en hermanos en comunión, injertados en Él, rebosantes de su Espíritu Santo, hijos en el Hijo.
Con ese apunte “sacrificial” el propio evangelista nos está diciendo que tal culto ha sido abolido por Jesús, y eso es lo que lo identifica como Mesías y como Cristo; que lo que ha propiciado Jesús es un “salto imposible” de nuestra humanidad a su divinidad, y que retrotraernos al tiempo de los sacrificios y ofrendas es voluntad equivocada e inconsecuencia, pues nos lleva a retroceder: desde la divinidad regalada por Él y compartida con Él, hasta la humanidad veterotestamentaria, viciada y notoriamente corrompida en su “celo por Dios” hasta el punto de estar ciega para identificar al Mesías prometido, y cuyas consecuencias son el condenarlo y excluirlo…
En definitiva, la declaración de Juan Bautista es el reconocimiento por su parte, tal como expresamente lo manifiesta, (es decir, el reconocimiento por parte del profeta “precursor”, del que señala al Mesías, del “mayor de los nacidos de mujer”, del que “es llamado profeta del Altísimo porque va delante del Señor a preparas sus caminos”…), de que él mismo permanecía anclado en la ignorancia del “hombre viejo”, del Saulo anterior a su conversión… y sólo la irrupción de la gloria del mismo Dios identificando a Jesús en su bautismo, le ha convertido en “hombre nuevo”, le ha llevado a la claridad, y le obliga a pensar y vivir de otra manera, relegando aquélla en que pensaba y vivía a un pasado ya definitivamente superado; porque el futuro, ya presente en Jesús, es irrevocable…
Al señalar a Jesús como “el cordero de Dios”, está apuntando Juan Bautista a algo más que a la víctima del sacrificio definitivo; está proclamando la superación por él y con él del ya antiguo marco de las relaciones del hombre con Dios: lo sacrificial humano se ha transformado, ha trascendido a lo sacramental divino. Asumiendo la plenitud del culto antiguo imperfecto, el de “la carne del pecado” que necesita el sacrificio, Jesús se ha convertido en “el sacramento del encuentro con Dios”, y ha hecho de nosotros, al vincularnos a él, verdaderos y reales sacramentos de su presencia en el mundo. Ya no hay víctimas que ofrecer, sino entrega de la propia vida…
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