¿NAVIDAD?: LA CONTRADICCIÓN Y EL ABSURDO
Que la Navidad se haya convertido en ocasión de publicidad descarada y manipulación mediática, consecuencia de intereses bastardos, relegando la celebración de la delicadeza y la ternura vividas en la familia y el hogar, y extendida al colectivo de toda la sociedad desde la experiencia cristiana, me puede causar tristeza; pero, realmente, me tiene sin cuidado… El que la hayamos ¡TODOS! colocado en el rango más alto y escandaloso del exceso y del despilfarro, incluyendo una tendencia propiciada por nuestro consumismo voluntario y cómplice hacia lo desmedido, exagerado, chabacano e incluso de mal gusto, no hay duda de que no es motivo del gozo y júbilo originalmente navideño, pero tampoco me preocupa demasiado… Que los obispos y cristianos muy ortodoxos y con supuestamente “indudables buenas intenciones”, y de los cuales discrepo profundamente, acentúen y promuevan lamentos por un “secularismo” exaltado y con indudables toques ocasionales de rechazo eclesiástico, clerical y cristiano, más que genéricamente “religioso”; no me mueve a sentirme víctima por confesar mi fe cristiana y mi pertenencia a la “iglesia”, puesto que parto de que no me puedo identificar en absoluto con todos los criterios, normas, incluso leyes y dogmas de la Iglesia Católica; y no tengo ningún problema en confesar y manifestar mi discrepancia y disidencia en muchos aspectos… naturalmente, con argumentos sopesados y “en sana confrontación teológica”, partiendo de la unidad y la fraternidad, y no olvidando la relatividad (que no el relativismo…) de cualquier declaración humana por santa que sea y dogmática e inapelable que se pretenda por parte de su declarante (ya sea “personal” o “colegial”), condicionado y finito como yo, limitado en su aquí y ahora, sujeto a mediaciones e influencias personales y sociales, no exento de error ni de pecado; y, en consecuencia, sugiriendo una forma de comprensión y unas determinadas consecuencias, solamente comprensibles por él mismo y su “escuela teológica”, quizás tan influyente que arrastra como rebaño fiel, “inconsciente” pero confiado, al resto de pueblo que da su acuerdo tácito a sus “dirigentes” en cuestiones tan sutiles que renuncian a que les ocasionen quebraderos de cabeza… No dudo de su legitimidad al respecto, pero desde la fe cristiana militante y la propuesta de Jesús no lo puedo compartir desde esa perspectiva, y me permito pensar yo también, desde mi propio aquí y ahora, el sentido real de una propuesta de vida evangélica mediatizada por la Iglesia, pero que no es suya como institución… Que las trompetas del alarmismo ultraortodoxo y de la institución eclesiástica suenen destempladas con quejas y protestas me importa, pues, bastante poco; aunque puedan tener alguna base en torpes y también esclerosados tics populistas, e incluso resentidos, de las grises figuras y prosaicas personas que están hoy día al frente de la sociedad y de instituciones y gobiernos.
Yo, confesándome sin titubeos ni vergüenza cristiano siempre en proceso, no evito ni disimulo decir que necesito celebrar la Navidad. Pero partiendo de todos estos presupuestos, y de alguno más, necesito también decir por qué, aún a fuer de ser repetitivo.
No necesito celebrar la Navidad para evocar con nostalgia sentimientos olvidados de fraternidad y hacer vibrar la fibra más sensible de mi tejido humano con sentimientos dulces, acaramelados y almibarados, que hablan de espejismos de candor y delicadeza en una sociedad y un mundo frío, calculador, mezquino, y basado en rivalidades y desconfianza. Ni tampoco para reivindicar el fundamento y fondo “confesional” de unas fiestas ya tradicionales e innegablemente ligadas al origen de la fe cristiana, a pesar del esperpéntico decorado consumista, interesado y profano, en el que parece naufragar de forma más o menos desinteresada por amplios sectores influyentes, lo genuinamente creyente y religioso de estos días.
Como cristiano, en Navidad no soy, pues, un nostálgico de costumbres y tradiciones fuertemente arraigadas pero ya periclitadas y obsoletas (la obsolescencia implicaría su desaparición silenciosa…); ni tampoco voy a pretender que la fe que les dio origen tenga que ser reconocida pública y solemnemente, como pretendiendo arrancar a la fuerza una “confesión” esgrimida como triunfo y arma bélica por los sectores más conservadores, obispos incluidos…
Mi única razón para necesitar celebrar profunda y festivamente la Navidad con la comunidad cristiana en que vivo intentando ser fieles al encargo y a la propuesta del evangelio de Jesús; y para no poder dejar de celebrarla, es ese imperativo interno que me lleva a sumergirme una vez más en el misterio gozoso del Dios-hombre, de la divinidad auténtica, y no la construida por mis ideas, ilusiones y deseos; la de aquel Jesús de Nazaret, nacido en Belén de Judá, que implica no confiar sola ni prioritariamente en los hombres, sino en el Dios de la paradoja y la sorpresa, el imposible de concebir por contradictorio y absurdo, por auténticamente trascendente a nuestra humana finitud, al tiempo que inmanente a mi persona y a la historia de forma inconcebible. El Dios tan grande y omnipotente, que se muestra en lo ínfimo, en la absoluta fragilidad y la impotencia. El que no envía simplemente a mensajeros que hablen en su nombre (personas “inspiradas” las encontramos siempre y en todas partes), ni “llama” a algunos por medio de signos y prodigios (“milagros” encontramos en la vida de todas las personas, y de “vocación” hablamos en todos los idiomas para identificar hombres excepcionales o especialmente influyentes, “con carisma” decimos…); sino que se presente en persona, se encarna, deviene hombre desde el seno materno exponiéndose a la incertidumbre y el riesgo de la materia y la energía, de la biología y de la vida terrestre; y con ello nos deja anonadados en el asombro y constreñidos a derribar todos los ídolos creados por nosotros, todas las divinidades hechas a nuestra imagen, y cualquier proyección o proyecto de futuro de nuestra mente, enferma o sana…
Porque celebrar la Navidad es sabernos provocados, interpelados y compelidos a discernir y a decidir si queremos ser “pobres diablos” que se consuelan resignados, o nos atrevemos a vivir desde ese fundamento y con ese horizonte incapaz de ser definido con precisión, pero susceptible de ser delimitado con nitidez desde el reconocimiento humilde y sencillo de esa paradoja indefinible, desde esa contradicción lógica y desde ese absurdo científico: la trascendencia deviene inmanente, para que la inmanencia se trascienda definitivamente…
Ése es el misterio de Navidad, que no me puedo cansar de admirar, ni dejar de celebrar: Dios se hace persona humana; es decir, nace en la tierra para llegar a ser hombre… Y así, yo mismo llegaré a ser alguien… Porque en definitiva eso es lo absurdo y contradictorio del misterio: que Dios ha de aprender a ser hombre, precisamente para así enseñarnos, y que aprendamos, a ser nosotros Dios…
Tu artículo me ha recordado esta canción que hacía años que no escuchaba. La canté muchísimo en mis años mozos de Confirmación 😉 ¡Un abrazo, Juan!
https://youtu.be/exiGUvP3mx0