TRINIDAD (Mt 18, 16-20)

TRINIDAD (Mt 18, 16-20)

Cuando la experiencia profunda la convertimos en “dogma”, el mundo nuevo y la vida que se nos había abierto al constatar algo inimaginable e imprevisto, desconcertante pero lleno de plenitud e indicador de futuro y de esperanza, con frecuencia lo convertimos en aridez, en indiferencia y en doctrina estéril.

Hablar de la Trinidad, del misterio de Dios como unidad incomprensible de personas distintas, fue para los seguidores de Jesús, para aquella primitiva comunidad cristiana, un descubrimiento sorprendente de tal envergadura, que conmocionó sus vidas y les decidió a “subir al cielo” con la fuerza de ese mismo impulso divino experimentado, desistiendo así de querer entender a Dios, pero asumiendo entusiasmados y apasionadamente un auténtico viaje a otras dimensiones antes insospechadas, porque les abría horizontes reales por los que sí tenía sentido ser fieles a Jesús y llegar a ofrecer sin límites su misericordia y su perdón, a regalar a los demás la propia vida, compartiéndola con ellos ilimitadamente y sin intereses ni condiciones.

No tiene mucho sentido celebrar un “dogma”, aunque hablemos de la Trinidad como de una “verdad revelada”; porque una construcción teórica, una “hipótesis teológica” o un atisbo de “explicación del misterio”, quedan en el terreno de los conceptos, por necesarios e imprescindibles que nos sean; y ello, aunque en este caso impliquen por encina de todo un reconocimiento agradecido a la iniciativa de Dios respecto a nosotros, dándosenos a conocer generosamente y mostrándose cercano hasta el punto de querer hacerse comprensible; es decir, lo imposible…

Pero cuando después de muchas dificultades y malentendidos, después de interminables conversaciones e intercambio de experiencias íntimas y personales respecto a lo que ese Jesús muerto y resucitado, y ese Espíritu Santo infundido y penetrado en ellos desde un Pentecostés nunca previsto ni imaginado, los primeros discípulos en su comunión de fe y de vida en torno a Jesús exaltado y presente, creído y celebrado, tanto o más próximo que nunca, y ya inseparable e imposible de perderlo o de que les fuera arrebatado, lograron nombrar de alguna forma el misterio divino en que Él los había integrado y sumergido; por tanto, cuando su receptividad, comprometida y enriquecida por lo experimentado y compartido, por lo ya vivido y por la perspectiva que había abierto; y cuando los vínculos fraternos les impulsaron a una percepción de “lo nuevo”, de la imposibilidad del solipsismo egoísta y del egocentrismo idolátrico, de lo inevitable de una vida compartida para que pueda llegar a la plenitud del gozo y al cumplimiento definitivo de todas nuestras genuinas ilusiones y de nuestros más nobles deseos, sentidos siempre como anuncio y promesa; entonces, con su radical cambio de perspectiva de la realidad y de su propia vida, necesitaron acuñar palabras nuevas ante tal misterio, hablando de un Jesús que era sin duda “Dios en persona” en un hombre tan pequeño como nosotros, de un Padre al que Él mismo se refería como distinto e íntimo en grado incomprensible, y de un Espíritu Santo cuya fuerza poseedora e incontenible les había penetrado, tan intensamente como la compañía humana de Jesús, hasta una intimidad con Dios imposible por sus simples voluntades…  En resumen: vivir “a lo Jesús”, era vivir “a lo divino”, y además era vivirlo “dejándose llevar, arrastrar e impulsar por lo propio divino”… para así encaminarse a la trascendencia, a la “morada divina”… y el Dios de Jesús era trinidad

No se trata de “entenderlo”, sino de poderlo manifestar y de celebrarlo en comunidad, en la asamblea de todas nuestras hermanas y hermanos, de ese cuerpo único unido a Cristo que ahora formamos; poderlo proclamar juntos, con idéntica experiencia profunda y comunión fraterna; “saber de qué se trata” y poderlo invocar, anunciar y gozar sin restricciones, en alegría y armonía profundas y cargados de ilusión, de responsabilidad y de entusiasmo…

¿Trinidad?… pues bien, así llamaremos a Dios para entendernos algo a nosotros mismos y no para pretender entenderlo a Él… para poder hablar de su plenitud y su misterio sin equivocarnos aunque sin desvelarlo, teniendo bien presente su riqueza y nuestra incapacidad para asumirla sin equívocos… para poder gozar plenamente y sin pretensiones de poder mágico sobre él, ni de idolatrías mentirosas e inhumanas, de su presencia y su fuerza incomparable e innegable, infusa en nuestra materia mortal humana…

¿Trinidad?: únicamente para ser coherentes  con el anuncio y la convocatoria de Jesús y su evangelio; para hacer nuestro, con su alegría y su fuerza incontenibles, el mensaje de su Reino; para resucitar con Él ya a otro mundo: el de la aparentemente imposible trascendencia; para ser de verdad felices y dichosos en la vida que vivimos, y que nos importe poco el momento de dejarla, pues estamos ya inmersos en la comunión imposible con Dios (ese Dios infinito y complejo, tan cercano) y con los hermanos…

¿Trinidad?: para poder, simplemente eso, nombrar a Dios siendo fieles a Jesús… y, más allá de ello, hundirnos gozosos en el silencio de una vida acorde a su evangelio…

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