QUERER VER A JESÚS (Jn 12, 20-33)

QUERER VER A JESÚS (Jn 12, 20-33)

Sin duda alguna el evangelio de Juan pretende que resulte algo enigmático: unos griegos dicen a Felipe que “quieren ver a Jesús”… ¿Acaso Jesús no era bien visible para todos? ¿No lo conocía cualquiera, aunque sólo fuera por su original manera de hablar y de enfrentarse a las autoridades religiosas en sus discusiones con ellas, y por su peculiar forma de vida? ¿Había pasado desapercibido para alguien?

Tal vez Jesús andaba medio oculto por miedo a las autoridades ya decididas a acabar con él, y por eso se suceden los intermediarios: Felipe se lo dice a Andrés, y los dos se dirigen a Jesús… pero en cualquier caso es evidente que ese “querer ver a Jesús” de unos “griegos” se refiere a algo mucho más directo e íntimo que el mero hecho de saber quién es, o de ser un “espectador” más de los muchos que rodean a Jesús en tantas ocasiones y escuchan o asisten a sus “demostraciones de autoridad” y a la fuerza de su Espíritu. La pregunta por Jesús y la cadena de intermediarios que presenta Juan sugiere e implica la búsqueda de una mayor intimidad con Él, un encuentro personal y no un mero y distante conocimiento. No se trata, pues, de simple curiosidad, sino de sentirse y saberse interpelado por Él: por lo que dice y por cómo vive eso que dice…

La presencia y cercanía de Dios en Jesús, aún sin saber nunca del todo cómo articularla en el conjunto de nuestras inquietudes y de la perspectiva de nuestra vida, y precisamente por eso, suscita en nosotros tantos interrogantes y provoca tantos desafíos inesperados, que nos desconcierta y nos crea la  necesidad imperiosa de buscarlo, encontrarlo y cuestionarlo… cuestionarlo para poder responder al interrogante de  nuestra persona y nuestra vida, y a las perspectivas que le abre, pues su paso ha hecho que ya nada pueda ser igual; más aún, que todo deba cambiar, traspasar el umbral de lo hasta ahora percibido, apreciado y programado… y, ¿cómo hacerlo?… sólo podemos saberlo viendo personalmente a Jesús, mirándolo cara a cara, llegando hasta Él, sentándonos a su mesa y experimentando su compañía y su calor, su luz y su alegría, compartiendo su vida y su propia persona…

El rumor que surge al paso de Jesús y la huella indeleble que dejan sus pasos suscita llamada al seguimiento, al discipulado, a unirse a él y a los suyos; y reclama un encuentro profundo e íntimo con Él, porque es invitación a la comunión, a actualizar sus estigmas identificadores, y ello no como segregación del resto con un espíritu sectario de exclusividad o monopolio, sino como fraternidad abierta, servicial, encarada a Dios y a los hermanos, a la esperanza y al futuro, a la alegría, la ilusión y el entusiasmo… Porque ese encuentro no supone ni reclama secretismos ni vergüenzas, sino que exige testimonio desde el silencio del grano que germina para poder gozar del fruto plenamente y no se arredra ni se intimida ante la evidencia de una cruz salvadora…

Querer ver a Jesús supone haber descubierto en nosotros, gracias a Él, a su contacto y cercanía, a su mirada interpelante y cariñosa, a sus palabras que acarician y a su vida entregada y completamente abierta al prójimo, un deseo profundo de gozo y plenitud, una necesidad íntima de cumplimiento de la promesa en la que percibimos se inscribe nuestra identidad y nuestra vida, y que solamente con Él, por Él y en Él puede hacerse realidad y no hundirse y ser sofocada debido a nuestra incapacidad y a nuestra torpeza, al tedio paralizante y a esa telaraña envolvente y pegajosa de la que nos resulta casi imposible desprendernos con sólo nuestras fuerzas y a pesar de nuestras mejores intenciones y de nuestros más sinceros propósitos, ya que claudicamos impotentemente ante nuestro mezquino y avaro “yo” y nos resulta imposible vivir sin Él

¡Queramos ver a Jesús!  Porque Él se deja ver, aunque siempre necesitaremos de “intermediarios”: no pretendamos visiones o arrebatos místicos, sino entremos en su círculo de comunión íntimo y abierto. Y sepamos que se va a mostrar solemnemente en la cruz, visible a todos y desafiante a todo, para que simplemente tomemos conciencia de nuestros límites insuperables, así como de la evidente y constante llamada a nuestra conciencia; es decir, como nos recuerda San Juan, para que no dejemos de buscarle siempre… pero también para que nos demos cuenta de que está siempre muy cerca…

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