AUTOCONDENA (Jn 3, 14-21)
El trasfondo del episodio de la serpiente de bronce durante el éxodo de Israel a través del desierto en su camino hacia la Tierra Prometida, sirve al Jesús del evangelio de Juan para evocar ante Nicodemo (¡y ante nosotros!), cómo lo que Dios nos ha revelado siempre e incansablemente es su voluntad de sanarnos, de salvarnos, ofreciéndonos siempre su cercanía y su perdón sin más exigencias que la de “creer en él”; eso sí, con una fe sincera y profunda, madura, que compromete nuestra vida al reclamarnos tener nuestros ojos fijos en Él, atentos a esa misericordia y a esa bondad cuyas consecuencias nos incorporan e implican en su Reinado y no en nuestra dinámica de vanidades y codicia, de pretensiones de seguridad y privilegios, de salvaguarda de lo que consideramos nuestras propiedades y derechos; en resumen, de creernos los únicos y exclusivos dueños de nuestra persona y de nuestra vida. Porque es precisamente esa mentalidad y esa actitud egocéntrica nuestra la que nos aleja de Dios, y de nuestras hermanas y hermanos, y nos hace imposible el creer en Él, al no admitir la necesidad imperiosa de “los otros”, y “del Otro” por excelencia, para cobrar libertad e identidad propia.
Porque la “llamada-convocatoria” de Jesús a desposeernos de lo nuestro, a despojarnos y desprendernos no ya de posesiones y riquezas sino de “nuestro yo” más intransigentemente reclamado como autónomo, libre y soberano, “volviendo a nacer” desde Dios y desde esas hermanas y hermanos en que descubrimos, apreciamos y proyectamos al infinito nuestra vida de un modo inexpresable, libre pero incontenible y desbordante, es un regalo y una invitación a la inmersión en lo divino; y es tan sencilla como mirar con ojos limpios y con una decisión y voluntad firmes al Cristo que se eleva en la cruz para abarcarnos, Él a su vez, a todos en su mirada generosa, indulgente y definitivamente esclarecedora de nuestra identidad y de la propia identidad de Dios…
Por eso de parte de Dios nunca hay condena, a pesar de que nosotros queramos representárnoslo de ese modo; es nuestra incapacidad y nuestra mezquindad, nuestra egolatría y nuestra teología idolátrica, quien nos propone hablar así de Él: como juez y como verdugo, como inflexible y como severo, como contable de nuestros pecados y escrupuloso anotador en su memoria indeleble del más ínfimo de nuestros actos… Pero Jesús nos dice: ¡qué pena de Dios, si viviera eternamente obsesionado con nuestras miserias y fuera el implacable fiscal celoso de aportar las ineludibles pruebas guardadas con un celo infinito para justificar castigos merecidos y ejercer un dominio incontestable! Ése es sin duda el Dios nuestro… pero no el que Jesús anuncia, el del Reinado al que Él convoca… Porque todo lo nuestro está contaminado de nuestra podredumbre y de nuestra miseria, de nuestra mirada miope y de nuestra indisimulada torpeza; sí, de nuestra obcecación, de nuestras pretensiones y de nuestro pecado…
La única condena posible es la autocondena, el rechazo voluntario de la oferta de Dios para salvarnos de nosotros mismos… Y, en consecuencia, no hay que relegarla a un futuro Juicio, ni estar a la espera de una sentencia inapelable, porque se hace concreta y palpable en una vida carente de misterio y de horizonte, o en una religiosidad de cumplimientos agónicos, de proyecciones y fantasmas, de miedos y escrúpulos… de todo aquello que impide la verdadera libertad, el gozo y confianza, la bondad, el amor y la esperanza… O también, por vía de contraste, en una vida en apariencia pletórica y llena de activismo y de proyectos, de logros y de euforia por lo acumulado y conseguido, de satisfacciones y carpe diem, pero superficial y hueca, abocada a un final imprevisible y, de algún modo condenatorio…
Es ése el único evangelio de Jesús, el que a Nicodemo, como a nosotros, le costaba tanto creer: que basta una mirada limpia hacia Él, a ese Jesús de la cruz, para decirle que creemos en Él; que descubrimos ahí, precisamente ahí, al único Dios posible y digno de respeto; ahí al único que, precisamente por su confesión de absurdo y de impotencia, en lugar del juez es el condenado… es decir, el único que, precisamente por eso, puede salvarnos…
Porque contrariamente a lo que solemos decir y escuchar, tal como profundamente recordaba ya hace años Charles TAYLOR, “las fuentes más libres de ilusión [y, en consecuencia, de falsedad y de autoengaño], son las que implican a Dios”… al menos a ese Dios presente y accesible en Jesús, el de las aparentes contradicciones que dejan perplejo a Nicodemo…
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