CRUCIFICADO POR LA FORMA EN QUE COMÍA…
Aunque la cita sea larga y pueda parecer fuera de lugar desconectada de su contexto mucho más amplio y elaborado en el capítulo referente a la eucaristía y la vida cristiana (creo que lo más adecuado hubiera sido incluir todo el capítulo, pero su extensión lo impide), me permito con motivo del Jueves Santo copiar simplemente dos apartados que me parecen oportunos al respecto (si algún lector piensa que vale la pena, podría copiar en entradas sucesivas la totalidad del capítulo de alrededor de 100 páginas), del libro “Manifiesto cristiano para un mundo en crisis”. Desde luego para una buena comprensión habría que leer el capítulo íntegro .
El Amén de Dios, el Amén a Dios.
No se puede, pues, convertir la eucaristía, “la misa”, en una mera solemnidad litúrgica o en la simple asistencia a un acto de culto. Se trata de algo infinitamente más profundo y de mucha mayor seriedad, coherencia y responsabilidad cristianas: ella está en continuidad con el simbolismo sacramental-escatológico protagonizado por el mismo Jesús en su propia vida, cuando se sentaba a la mesa y compartía la comida, y está enriquecida por él mismo con la simbólica de su entrega a la muerte por nosotros. La eucaristía entronca con Jesucristo de modo directo y su acta inaugural y la de la iglesia son idénticas y mutuamente dependientes, no pudiendo existir la realidad de la una sin la otra. Por ello, del mismo modo que la teología de la revelación puede afirmar que Jesucristo concentra en sí mismo el contenido de la revelación como Hijo de Dios que es, como Palabra hecha carne humana; igualmente se puede afirmar que la eucaristía -condensación de la vida eclesial- es la concentración de la vida y obra de Jesús, por voluntad expresa suya, en esa acción. Cristo es la autocomunicación de Dios y la eucaristía es la autocomunicación de Cristo, residiendo ahora en ella, como en otro tiempo en Jesús de Nazaret, la oportunidad para la comunidad de discípulos de gozar de su compañía y de la actualización física de su presencia, presencia imprescindible para mantener y potenciar algo más que el recuerdo de sus palabras y de sus acciones, pues se trata de acoger el Espíritu Santo, que impregnaba y animaba su existencia, de acceder al fondo divino de su persona, acceso cuya posibilidad estriba en el mantenimiento de la integridad y fidelidad del compromiso fraterno de sus seguidores, un compromiso que culmina en la eucaristía como punto de encuentro con Jesucristo glorificado y con el resto de hermanos, centro y eje de la vida de la iglesia. El Espíritu Santo, el Espíritu de Jesucristo, diviniza a los cristianos asimilándolos al Hijo y constituyéndolos en hermanos suyos; y la recepción del espíritu «tiene su corazón en la eucaristía». Por eso la misa, la eucaristía, antes que acto cultual es convocatoria a la alabanza y a la unidad en la caridad, en el amor y en el servicio, como característica y base de identidad de la iglesia local en comunión con la iglesia universal. Y por eso jamás podemos hablar tampoco de una celebración repetitiva del sacrificio de Cristo, de su entrega culminante en la cruz, porque jamás una comida compartida y conmemorativa, un memorial, puede repetirse. Cada «aniversario» es algo nuevo, aunque repitamos las mismas ceremonias, pronunciemos y escuchemos idénticas palabras conmemorativas e incluso nos reunamos las mismas personas que en el aniversario anterior, sin que nadie pueda atreverse ni remotamente a sospechar que la reiteración del consabido «ritual» o protocolo esclerosa el encuentro, lo encorseta o banaliza la convocatoria; muy al contrario, la dota de consistencia, le otorga su inconfundible y característica identidad, para permitir sobre este entramado la expresión de la solidaridad, la efusión del gozo y la alegría, y la anticipación del ansiado banquete humano universal, el cual no deja de anidar, más o menos ocultamente, en todas nuestras ansias de felicidad, de amistad y de amor. Del mismo modo, cada cena del Señor, cada eucaristía, cada misa, renueva los lazos y el compromiso de hermandad, ratifica la mutua fidelidad, reconcilia y otorga una perspectiva de futuro común, asumiendo y potenciando toda la carga humana puesta en juego en tales momentos celebrativos.
De hecho, en realidad, la liturgia es lo opuesto al ritualismo y pasividad que ha prostituido el culto eclesiástico haciéndolo degenerar hasta el extremo de poderse equiparar frecuentemente al farisaico, denunciado y condenado por Jesús, el cual se definía, justamente, en oposición a aquél. Tal ritualismo y pasividad en la liturgia traiciona algo integrante de la fe cristiana, pues de ese modo hemos convertido el marco gozoso original de las celebraciones litúrgicas, cuya trama estructural y ritmo propio constituyen algo así como el cañamazo sobre el que se debe elaborar un tejido cada vez más hermoso, (siempre con los mismos elementos pero siempre bello y diverso), en un tejido basto, «rígido y acartonado», monótono y siempre repetido, incapaz de captar la atención ni atraer la mirada y el entusiasmo, por culpa de nuestra indolencia, nuestra pereza y nuestra torpeza. Y es que una parte importante de nuestro escaso sentimiento de pertenencia a una comunidad local viva, que celebra festivamente la eucaristía como expresión insustituible y necesaria de su fe compartida y vinculante, la tiene -además del descrédito de la praxis cristiana- la falta de sensibilidad para percibir la simbólica eucarística, a causa, entre otras razones, de ese ritualismo denunciado y de la sequedad de todos los co-celebrantes, de los laicos y de los pastores, de los fieles y de quien preside. Repetimos: la liturgia es lo opuesto al ritualismo en que ha degenerado, porque se trata en ella, y con ella, de despertar, excitar y aplacar, sin llegar a saciarla, la sensibilidad simbólica, sacramental, de la iglesia. Curiosamente, es muy claro y expresivo a este respecto el lenguaje de un hombre sensible y esteta, delicado y profundo, como Saint-Exupéry, cuando en su celebérrima obra El principito, en la conmovedora escena del encuentro con el zorro pone en sus labios unas ya famosas palabras:
«…si vienes a cualquier hora, nunca sabré a qué hora preparar mi corazón…Los ritos son necesarios.
-¿Qué es un rito?- dijo el principito.
– Es también algo demasiado olvidado -dijo el zorro-. Es lo que hace que un día sea diferente de los otros días: una hora de las otras horas…»
Y en el momento de la despedida, cuando se alegra de saberse y sentirse triste, porque esa tristeza es el síntoma y signo de los lazos del amor y de una amistad ilimitada y eterna, de lo mucho que se ha agrandado su vida para poder derramar esas lágrimas, confiesa lúcida y emocionadamente:
«-Gano, dijo el zorro, por el color del trigo.»
[Antes había dicho: «¿Ves allá los campos de trigo?. Yo no como pan. Para mí el trigo es inútil. Los campos de trigo no me recuerdan nada. ¡Es bien triste! Pero tú tienes cabellos color de oro. Cuando me hayas domesticado, ¡será maravilloso! El trigo dorado será un recuerdo de ti. Y amaré el ruido del viento en el trigo…»]
Salvando las evidentes distancias, puede que no haya mejor definición de lo que es un rito, de la «inutilidad» de los símbolos, de lo imprescindible que, sin embargo, resultan al hombre, del horizonte que abren y del gozo que proporcionan. Y, a pesar de que ese diálogo del principito no está directamente encaminado a una reflexión teológica, ésta lo puede suponer como un preámbulo inmejorable para un manual de sacramentalidad. Es lo que hizo de modo similar Leonardo Boff en su conocido librito sobre los sacramentos, presentando en su primera parte ese trasfondo humano, profundo e inexpresable, que late en el lenguaje de los símbolos, por medio de unos ejemplos particularmente expresivos y sencillos.
La eucaristía no es el «punto de partida» de la fe cristiana, algo así como su primer signo distintivo o la primera obligación a cumplir, el mínimo indispensable, exigible y exigido para, a partir de ahí, profundizar progresivamente e incorporarse cada vez con mayor intensidad al discipulado; el cristiano, el seguidor de Jesús, no «comienza» con la eucaristía, sino, al contrario, ésta es para él «punto de llegada», culmen de la incorporación a la comunidad creyente, signo de la más entrañable y consciente «fe viva». En ella se consuma el compromiso cristiano no ya del individuo a título personal sino de la comunidad cristiana en la que vive inmerso, responsable y fraternalmente. Y el objetivo de su liturgia es descubrir y canalizar, conseguir dotar de expresividad a todo lo que la fe cristiana implica y exige para la celebración digna de la cena de Jesús y todo lo que por medio de ella provoca y proyecta en la vida de la comunidad. En resumen, ha de transparentar ritualmente su profundidad de sentido, pues si no lo consigue, en lugar de ser ocasión de encuentro con Dios y contacto con su misterio, se convierte en obstáculo para una verdadera y adecuada relación con él, sólo visible a través de los hermanos. Y eso que la liturgia eucarística debe transparentar, lo que es preceptivo porque constituye su sentido, y, por tanto, debe palparse en toda reunión de la iglesia local cuando pretende actualizar la mesa del Señor, es una doble faceta de fidelidad y dinamismo:
a). Fidelidad al mandato-entrega recibido de Jesús. Como expresión culminante de la coherencia de vida fraterna, la comunidad toma la iniciativa de reunirse para celebrar la eucaristía, y Jesucristo, tal como había prometido, acepta la convocatoria y se hace presente en medio de los suyos. Lo cual, referido al pan y al vino consagrados, significa que la presentación de las ofrendas hecha por la iglesia local así reunida, es recibida, aceptada y asumida por el mismo Cristo, apropiándosela realmente, de modo que, al consumirla nosotros, podemos afirmar que nos asimilamos a él. Dicho gráficamente, no se trata de que nosotros tomamos el cuerpo físico de Jesús, transformado ahora en pan y en vino, como si su carne y sangre se hubieran transmutado; sino, a la inversa, es Jesucristo quien se apropia las ofrendas presentadas, in-corporándoselas y, por tanto, al retomarlas nosotros tras haber aceptado él mismo esa in-corporación propuesta por nosotros, podemos decir que consumimos su propia realidad material, corporal porque de su cuerpo formaba parte ahora ese pan que él había aceptado apropiarse in-corporándolo a sí mismo. A este respecto es preciso tener siempre en cuenta lo dicho sobre el lenguaje simbólico, y lo que ya afirmaba Santo Tomás de Aquino en relación a la presencia de Jesucristo en la eucaristía:
«En orden a Cristo no son lo mismo su ser natural y su ser sacramental.»
Jesucristo asume como expresión material de su persona algo sensible, lo más palpable, consumible, para ser así plenamente asimilado, asumido por el hombre y, de este modo, por medio de esas «especies» ya previamente aceptadas y asumidas por él como su propia realidad finita, in-corpora al comulgante a su propia persona. Jesús nos incorpora y vivifica no ya por un simple acto externo, siempre expuesto a quedar en el terreno de la objetividad externa y no ser asumido realmente, sino penetrando en nosotros, haciendo inevitable nuestro compromiso, no admitiendo que quede en una simple declaración de intenciones o en un deseo irrealizable.
b). En todo este movimiento o intercambio subyace un dinamismo divino cuyo auténtico protagonista es Jesús, el Hijo de Dios, y no la comunidad reunida. O, mejor, la comunidad se constituye en protagonista en la medida en que busca asemejarse a Jesús, identificarse con él al tomar, como sus discípulos en la última cena, el pan por él ofrecido, el cual en este caso le es presentado por nosotros para que él lo acepte y quiera in–corporárselo. Es el mismo Jesús quien se instala en ese grupo reunido según su mandato y, al reconocer los dones como suyos acepta in–corporarlos a su propia realidad, para que la posterior consumición nuestra de los mismos sea la aceptación de su propuesta a participar del banquete escatológico-salvífico. En su origen y en sus resultados la iniciativa es de Jesucristo: es Jesucristo glorificado el agente principal de la eucaristía. Es él quien «actualiza» el acontecimiento sacramental-salvífico-sacrificial, él quien representa su único sacrificio y se nos hace accesible hasta extremos insospechados. Propuso a sus discípulos la celebración de la cena y les encargó su reiteración, y es él quien la lleva a efecto, acogiendo y asumiendo la intención de la comunidad reunida. Así tras la cena institucional, ya el mismo Nuevo Testamento atestigua de modo bien gráfico cómo las primeras eucaristías o fracciones del pan obedecen a la iniciativa del propio Jesús resucitado en el marco de las apariciones.
Si el Apocalipsis puede presentar a Jesucristo como el Amén, pudiendo dar al término el doble sentido de un definitivo «sí» de Dios a la humanidad e, idénticamente, de la humanidad a Dios; también podemos caracterizar del mismo modo a la eucaristía, en continuidad con la persona de Jesús, el cual incorpora a su misma realidad las ofrendas de la iglesia culminando con ello su entrega absoluta al hombre y el punto de encuentro del «descenso» divino y el «ascenso» humano. La eucaristía, como don material del propio Jesucristo en la realidad simbólica de las ofrendas consagradas, es el Amén de Dios a la humanidad. Y, por parte del hombre Jesús y de la comunidad fiel de sus discípulos, que constituyen su cuerpo; como aceptación y asunción definitiva del don culminante divino, la eucaristía es también el Amén a Diospor parte de la humanidad.
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Conclusión y consecuencias.
El seguimiento de Jesús conduce hasta su mesa, y la fraternidad cristiana sólo puede concluir en la eucaristía. La mesa común, en continuidad y como plenitud de la opción por el evangelio, supone intimidad personal con Jesús, pero intimidad que es siempre un impulso a la entrega servicial y al discipulado; la verticalidad cristiana se confunde con la horizontalidad, el amor a Dios con el amor al prójimo. Así, la mesa común del discípulo, la eucaristía que condensa el misterio del amor de Dios y del reino escatológico, implica asunción de responsabilidades a un doble nivel:
Ad intra, con la propia comunidad o iglesia local, como instancia donadora de lucidez, otorgadora de perdón y reclamadora de actitud de compromiso y servicio que contribuya a poder asimilarse a la comunidad de sus discípulos, sacramento de su presencia en el mundo, ocasión de encuentro de la humanidad con Jesucristo, parte integrante de su propio cuerpo;
Ad extra, como enviado al mundo para transformarlo y convertirlo en la humanidad querida por Dios, ofreciéndose a sí mismo para conseguirlo y haciendo de esa entrega la credencial de su pertenencia a la iglesia.
Celebrar la eucaristía, culminar en el banquete de Cristo nuestra fe en él, implica, pues, de modo irrenunciable, la asunción del riesgo público de ser cristiano, de formar parte de la fraternidad de seguidores de Jesús. Constituidos en iglesia local y, como tales, unidos al resto de iglesias, estar decididos a renovar el mundo como depositarios del legado y mandato de Jesús. Maldonado cita a Mussner, el cual «concluye que la esencia del cristianismo es el ‘synesthiein‘, el comer-con, es decir, la comunidad de mesa o comensalidad, la comunión», recordándonos más adelante que:
«Los datos del Nuevo Testamento nos dicen que este mensaje eclesiológico-comunitario de Jesús, a partir de sus comidas, tan revolucionario para todas las organizaciones jerarquistas, bien de tipo clerical, bien de tipo civil, encontró una doble y encarnizada resistencia…
…por cuanto que subvertía muy profundamente el ‘status quo’ de la sociedad a la que todos pertenecían.»
Recojamos las palabras de Karris:
«Jesús fue crucificado por la forma en que comía»
Y, por su parte, Jerome H. Neyrey dirá que:
“…comiendo con quien comía (“justos” y pecadores), cuando comía (sin respetar tiempos de ayuno), lo que comía (alimentos puros o impuros), y de la forma que lo hacía (sin cumplir con los rituales y abluciones), Jesús y sus discípulos “…turn that world upside down…”
Quien se atreva a comer como Jesús, atendiendo a la invitación hecha por él a su mesa, sepa el tamaño de su osadía y las consecuencias de su participación.
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