LO QUE DIOS NO PUEDE… (Jn 11, 1-45)

LO QUE DIOS NO PUEDE… (Jn 11 1-45)

Aunque nadie duda de que “el milagro de la resurrección de Lázaro”, tal como nos lo cuenta san Juan, sea una fantasiosa y “dramática” construcción del evangelista, llevada al colmo de la exageración; tampoco duda nadie de su evidente intención con tal narración: ese Jesús, al que se quiere matar, es “el dueño de la vida” y su voluntad divina es “que nadie muera ni perezca”. Y eso, dicho y presentado como anticipo de su propia muerte física, ya cercana, en la cruz; muerte concluyente, innegable, y aparentemente absurda y contradictoria desde los presupuestos de “poder” y de voluntad de Jesús visibles en este episodio de Lázaro.

El relato del cuarto evangelio concentra, podríamos decir que “pedagógicamente”, todo el problema filosófico de la Teodicea y su respuesta; ¿por qué Dios consiente el mal, la enfermedad y la muerte?… ¿por qué Jesús no quiere acudir a Betania hasta que Lázaro muere?… Y el problema es resumido en un cariñoso reproche: “Si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano…” Pero inmediatamente, tras el reproche, en una aceptación firme y sin vacilaciones de la ilimitada confianza en Jesús y en ese enigma de su ausencia: no se le piden explicaciones… Hay tristeza, incomprensión, sensación primera inevitable de desamparo; pero también fe inquebrantable en la bondad del misterio, en la perspectiva abierta de horizonte de vida incomprensible, de esperanza ilusionada aportada por Jesús.

Hay dolor, compartido por Él, pero no hay duda respecto a su persona; es decir, la duda se resuelve en esa sensación de abandono o desamparo que, sin embargo, se deshace como niebla ante su presencia y compañía, y ante las palabras ardientes del amigo. La duda es simple conciencia de debilidad y de “ceguera” si nos falta Él; porque con Él a nuestro lado, y sin anular nuestros límites (aquéllos que Él mismo comparte con nosotros y le hacen llorar con nosotros), recobramos la verdadera dimensión de la vida como proyecto abierto, como tarea, como hacernos cargo y dar cuenta de la realidad, del mundo y de nosotros mismos, con plena consciencia de lo oculto en ella y de su futuro, de lo profundo y de las dimensiones de lo eterno imposible y presentido, actuante ya desde que lo tenemos con nosotros, a nuestro lado, contagiándonos su propia vida y su persona.

Todo el desafío de nuestra razón a la fe en Dios se concentra en la que parece ser la pregunta clave de la narración, puesta en boca precisamente de quienes no son sus protagonistas directos, sino meros espectadores o acompañantes; pero también personas inquietas, que parecen preguntarse por la coherencia de su fe en Dios y no se conforman con la ignorancia, ni con la fácil o difícil “resignación” del supuestamente devoto (nosotros diríamos “beato”) que cae en un fideísmo irracional o en un determinismo descorazonador: “…Y uno que le ha abierto los ojos a un ciego, ¿no podía haber impedido que muriera éste?…”.  Esa pregunta es el pivote de todo el relato, y Jesús la contesta de la forma tal vez más sorprendente e inesperada en varias etapas, de diversa forma, y con distintos protagonistas.

Primero lo vemos con sus discípulos, negándose a ir aceleradamente a casa de Lázaro: no tiene objeto apresurarse, intentar la proeza imposible y necia de ir más deprisa que la vida, querer interponerse “caprichosamente”, a voluntad propia… ¿Acaso hubiera podido Jesús “teletransportarse y llegar a tiempo de curarlo (si es que realmente podía, debía y quería…), evitando su muerte tal como le reprochan?… Su respuesta es clara: aunque pudiera, cosa imposible, lo definitivo es que no quiere… Pregunta contestada en primera instancia: Dios no cambia ni altera la naturaleza y la realidad de la vida por negativa que nos parezca; es decir, Dios no puede cambiar la realidad (y el por qué sólo puede retrotraerse al siempre enigmático para nosotros mundo “de los arcanos divinos«), y precisamente por eso Dios es nuestro misterio más profundo y el interrogante decisivo de la realidad y del mundo; no por ser omnipotente y poder intervenir a voluntad y capricho en el desarrollo de los acontecimientos, sino justamente por lo contrario: por no poder hacerlo…  Y lo estamos experimentando por nosotros mismos: ¿rezar como el rey David, para que se detenga espectacularmente la plaga originada como castigo de Dios por su atrevimiento y su pecado de soberbia?… en esa “fantasía religiosa” se nos cuenta la historia de Israel en el Antiguo Testamento como “historia sagrada”, pero la respuesta y comportamiento de Jesús es el desmentido oficial divino a esa visión de Dios y del mundo muchos siglos antes de que las luces de nuestra razón ilustrada lo descubrieran; el evangelio es una “corroboración previa” y divina de esa crítica. Recemos no para pedirle que cambie la realidad, ¡no lo va a hacer!, no lo puede hacer, no lo quiere hacer… recemos simplemente para reconciliarnos con nosotros mismos y situarnos en la dimensión de lo profundo, de la lucidez y la clarividencia, del carácter misterioso y sacramental de nuestra persona y del universo; para sabernos inmersos en una dimensión trascendente que al envolvernos y superarnos nos sitúa y nos compromete más allá de lo visible, de lo que queremos, de lo que podemos… (de eso otro que llamamos “milagros” ya hablaremos…).

Pero tampoco comencemos por malinterpretar ni deformar los hechos. El que Jesús no pueda ni quiera alterar la realidad o enmendar el universo y la naturaleza a golpe de “intervenciones divinas” deseadas por los interesados o afectados, no significa que se desentienda de lo humano (¡lo ha asumido hasta en sus raíces!), que rechace la responsabilidad de aportar el cariño y la ayuda… su misiónde misericordia y de bondad permanece inalterable precisamente porque se sitúa en el terreno de lo humano verdadero y posible, y no en el deseo ventajoso o el anhelo inalcanzable. Por eso Jesús se empeña en seguir siendo amor bondadoso y compañía imprescindible; y, a pesar del peligro amenazante, de la alerta de los discípulos, y del riesgo de caer en las redes de aquéllos que le acechan, se pone en camino para consolar al triste y aliviar al que sufre, para compartir el dolor ajeno y ser ocasión de encuentro y de alivio. Porque eso sí que está a su alcance, sí que puede y quiere hacerlo; eso sí  es vivir con conciencia de lo que somos y con evidencia de quién es Dios, lo que puede y lo que quiere… Jesús comparte el dolor, la impotencia, la debilidad y tristeza de lo humano; sólo experimentar eso nos puede dar acceso a la resurrección y a la vida… por eso la reconocida imposibilidad y la negativa de Dios, y de Jesús, necesita precisarse con un solo, un único “pero” decisivo: “…[pero] yo soy la resurrección y la vida…” más allá de lo posible, de lo inevitable… Es un pero sólo comprensible (y sólo posible) cuando ya se ha aceptado y asumido esa primera instancia inapelable de lo que Dios no puede ni quiere, cuando es bien evidente que nadie puede llamarse a engaño…  Que nadie lo dude: precisamente al reconocer y confesarnos su impotencia, Jesús se convierte en horizonte de vida al compartir nuestra debilidad y nuestro mundo limitado y “sometido”. De hecho, en contraste con nuestro “no querer morir” e intentar a toda costa evitarlo (lo imposible), Jesús es aquél que camina abiertamente hacia su propia muerte, consciente de que es ella la culminación de nuestra vida, y a pesar de “no poder quererlo”; y precisamente por eso acude a Betania arriesgándola: “…con que hace poco los judíos querían apedrearte, ¿y vas a volver allí?…”, porque el simple acompañar en el dolor y compartir el sufrimiento desde el amor y la bondad justifica arriesgarse a perder la vida, no esconderse; porque acudir al prójimo, a las hermanas y al hermano, es lo que proporciona vida, esperanza, dicha… es lo que nos permite y exige no lamentar la muerte, porque no es ella el horizonte sino el obstáculo, y hay que franquearlo…

La llegada de Jesús, el enriquecimiento con Él de las hermanas y hermanos, el regalo de su presencia y su evangelio, no consiste en la alteración o cambio de nuestras condiciones de existencia, ni se resuelve en complicidades, facilidades y “milagros”; muy al contrario, sólo podemos apreciarlo y gozarlo cuando rechazamos  y evitamos esa tentación ventajosa y “egoísta”, y sabemos reconocerlo y dejarnos llevar del amor y la ternura, cuando simplemente caminamos felices asiendo la mano tendida y tendiendo la nuestra…  Porque el evangelio, el anuncio y la presencia de Jesús, no es tanto para darnos respuestas como para provocar los interrogantes auténticos y plantearlos en sus justos términos, con honradez y sinceridad, con precisión y lucidez, desde la impotencia y la esperanza, sin querer comprenderlos ni tampoco eludirlos, conociendo nuestra provisionalidad y nuestros límites; es, por encima de todo, manifestación de la profunda verdad de nuestra vida y llamada a la confianza a pesar del miedo, a la serenidad iluminadora, a la sonrisa ilusionada, reconociendo con toda su crudeza las decepciones y fracasos, los callejones sin salida de nuestra rebeldía absurda e inútil ante la constatación de nuestra finitud… Por eso Jesús se arriesga, arriesga su vida para ejercer ese simple acompañamiento de hermano a las hermanas, al hermano, la única forma auténtica de caridad y de bondad, la de la disponibilidad y del servicio al lado de quien sufre. Ytambién por eso, seguir “obrando el bien” al modo sencillo y humilde del Cristo, “el Ungido”, es insoportable para quienes quieren encerrar a Dios en la jaula o la prisión de sus leyes, y erigirse en sus consejeros e intérpretes… 

Por eso Jesús, a pesar de las críticas, del recelo y del odio, llora con los suyos, con nosotros, sus hermanas y hermanos; y por eso con ellos, con nosotros, sus hermanas y hermanos, anima y fortalece nuestra confianza esperanzada, nos regala y abre el espacio de la comunión y del amor, nos contagia mansedumbre, delicadeza y alegría serena, es fuente inagotable de vida incluso en la evidencia cruel e invencible de la muerte… y así, con su presencia y sus lágrimas deja impresa en nuestra mortalidad “condenada” una marca profunda, una huella indeleble de vida absoluta. Porque lo que sí puede Dios, lo que Jesús sí quiere, es llorar con nosotros, y que lo sepamos…

Y entonces, cuando ya está claro lo que Dios no puede ni quiere, y lo que sí hace; establecidos y asentados los fundamentos y principios de la realidad y de la divinidad, de la ciencia y de la fe, percibiendo dónde se sitúa de verdad la intersección entre sus círculos respectivos nunca confundidos ni coincidentes; desautorizados y prohibidos los intentos y llamadas a manipular lo sagrado, las supersticiones y sueños mágicos, la fantasía religiosa y la sacralización antojadiza; habiendo desmentido Jesús con su proceder y su palabra esos erróneos sueños pretenciosos, para convertirlos en fe adulta y asunción de su evangelio; entonces, al reconocerlo en la verdad de su persona y su misterio, y acogerlo con cariño y sin reservas, se nos hace evidente la transparencia que ansiábamos: el derroche de Dios, de resurrección y de vida en lo humano limitado que sentíamos muerto y ya hedía…

Y sólo entonces, a lo mejor; puede que entonces, como una posibilidad increíble que latiera en el poso de incomprensibilidad  que queda siempre inscrito en su creación y nunca abarcamos; y probablemente (por mucho que fantasee san Juan con Lázaro), sin haberlo previsto Él mismo, y sorprendiendo a todos incluido Él (y no hay aquí blasfemia, ni herejía, ni ateísmo…), ocurra inesperadamente un milagro, sin duda alguna de una forma muy distinta a la narrada por el evangelista cuando nos anuncia la vuelta a la vida de alguien cuyo cadáver ya estaba descomponiéndose…

¿Y el auténtico milagro?… A mí me es completamente indiferente… los que decían creer en el Dios omnipotente, resulta que sólo pueden aceptarlo como hechicería del diablo… y a quienes reconocen su impotencia, lo que Él no puede ni quiere, les basta con saber que Dios llora con ellos y que con sus lágrimas nos invita a la vida…

¿Para qué los milagros?… o dicho en forma positiva: el milagro ocurre siempre cuando se comparten las lágrimas…

Un comentario

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