A primera vista el discurso de las Bienaventuranzas de Jesús en la versión de Mateo parece la mejor coartada para justificar el conformismo y la explotación del prójimo apelando precisamente a la autoridad de sus palabras y reclamando de los pobres, los que lloran, los hambrientos,… sometimiento e incluso agradecimiento y olvido de reivindicaciones de justicia o de las quejas y lamentos por su suerte… Sin embargo, como es evidente, nada de eso se contiene en su discurso; el cual, por otro lado, es tan conocido y “sencillo”, que me voy a limitar a subrayar lo que todos sabemos. Y lo voy a hacer con una breve y triple referencia: a algo que Jesús no dijo, a algo que sí dijo, y en tercer lugar a algo que podría haber dicho.
En ese chocante y sorprendente discurso inaugural, hay algo obviamente que Jesús no dijo: no proclamó dichosos solamente a los pobres, los hambrientos, los tristes,… Y eso nos recuerda que su discurso y su estilo de vida, de servicio y de acogida, jamás es discriminatorio ni exclusivista. De hecho, ni siquiera dice aquí que vayan a ser privilegiados, ni los únicos “elegidos” y primeros. No habla de ventajas para ellos ni los compara con nadie; sino que se limita a calificarlos, sorprendentemente, de dichosos, cuando todo el mundo los consideramos desgraciados, sin analizar las causas ni ponerlos en relación con nadie. No dice, pues, “hay que ser pobre”, “hay que sufrir”, “hay que…”; con lo cual, cualquier atisbo de sadismo o masoquismo en la concreción del evangelio y en la práctica del seguimiento cristiano queda desautorizado; o, como mínimo, no puede apelar a la voluntad, mandato o consejo de Jesús.
Porque hay algo que Él sí dijo: el porqué de esa dicha. No son dichosos los pobres por el hecho de serlo; ni los que lloran o sufren precisamente porque su tristeza o el sufrimiento sean la causa de la dicha; sino que Jesús pone el acento y fija su atención en la esfera de Dios y sus promesas, relativizando así y privando de su carácter opresivo, negativo y humillante, a esos estados de nuestra existencia terrena y de nuestra vida considerados por todos como maldición, indignidad o miseria. Son dichosos, porque están convocados al Reino de Dios, integrados en su horizonte de plenitud y de futuro definitivo. Y, evidentemente, lo que sí está haciendo Jesús es acentuar también la nula responsabilidad directa de Dios en nuestro sufrimiento y en nuestras desgracias, ya que lo único que Él puede hacer por nosotros en este mundo material es sembrar la esperanza en sus promesas y salir personalmente, precisamente en ese Jesús, como garantía de que las cumplirá. Ése es el marco programático del evangelio que nos presenta Mateo.
Porque lo que podría haber dicho Jesús es, que también los dejados al margen y tenidos por condenados dada su aparente incapacidad para salir de su postración, son tenidos en cuenta por Dios y llamados a gozar de Él. Lo que está sobreentendido en sus Bienaventuranzas, aunque Mateo no nos lo relate así, es: “Dichosos los pobres, los que pasan hambre, los sufrientes… a pesar de su pobreza, de su hambre, de su sufrimiento… porque nada de ello les arrebata a Dios ni sus promesas. La llamada al seguimiento y al horizonte gozoso divino es universal; y, por tanto, también y en primer lugar para los desheredados, marginados, despreciados, ignorados o simplemente tenidos como menos afortunados que los demás.
Así pues, en el discurso programático que nos presenta Mateo en el Sermón de la Montaña, hay ya tres ideas fundamentales que atravesarán todo su evangelio: la convocatoria abierta a la dicha y al cumplimiento de las promesas, la universalidad de la llamada, y en tercer lugar, acentuada y destacada, la opción preferencial por los pobres. El amor de Dios es inclusivo y no es patrimonio ni monopolio de nadie. Prohíbe la pretensión de exclusivismo, y no permite reivindicarlo como prueba de privilegio frente a nadie, porque no establece escalas ni comparaciones, sino que se limita a integrarnos en su misericordia y su bondad, y a regalarnos su alegría desbordante y su dicha siempre inmerecida.
Por otro lado, las palabras y la vida de Jesús destacan de forma inequívoca la preferencia de Dios con los humildes y sencillos, con los últimos y los atribulados, precisamente porque Él mismo se identifica con todos aquéllos a quienes la vida en nuestro mundo parece no sonreír en absoluto. Pero no para anteponerlos en un ranking imaginario y un podio celestial, sino para dejarnos claro que el cuidado amoroso, delicado y tierno de Dios, no tiene más remedio que comenzar por los menos afortunados, precisamente porque los demás “podemos esperar…”, pero sin hablar nunca de escalafones ni de puestos escogidos… porque a todos nos convoca a su Reino.
A nosotros nos encanta establecer comparaciones y clasificar a todos en categorías, jugando al más y menos, al mayor y al menor, al “por encima” o “por debajo” de los demás… pero en la llamada de Jesús no hay nada de eso; su única opción preferencial por los pobres es para subrayar su deseo de sacarlos antes que a los demás de su miseria para que no desesperen, ya que están más necesitados que el resto, pero no para colocarlos en un lugar especial “por encima” o para actuar negligentemente con el resto materialmente más afortunado. Se trata más bien de la actitud apresurada del que acude a socorrer a alguien a quien descubre en su necesidad, o del cuidado especial que requiere quien no puede valerse por sí mismo; la preferencia que le mostramos y brota del amor y la misericordia, es precisamente para que no tenga que lamentar sus desventajas y goce de lo que para nosotros resulta accesible. Esa opción preferencial por los pobres, que exige una sensibilidad y delicadeza exquisitas, un espíritu alerta, y una disponibilidad absoluta, es el contrapeso divino, sembrado también en nosotros, a la estricta ley natural del más fuerte y al principio evolucionista de la supervivencia del mejor dotado. El principio darwinista es implacable hasta el surgimiento de la persona humana; pero con ese surgimiento humano y su elucidación culminante en Jesús, el principio misericordia en él inscrito invierte la ciega dinámica de la naturaleza y permite el acceso y la proclamación de “dichosos” también a los “condenados”…
Y al ponernos Mateo este Sermón de la Montaña y su discurso de las Bienaventuranzas como pórtico de la vida pública de Jesús, sí que nos está también queriendo decir algo importante que olvidamos demasiado: que evitemos esa inclinación nuestra a comenzar por lo más vistoso y espectacular, por lo más grande. Y que nuestra primera mirada sea siempre para lo sencillo y lo pequeño, que está siempre más cercano, pero pasa desapercibido y es ignorado o se pretende ocultar; para todo aquello cuya presencia nos incomoda y cuya proximidad nos lleva a querer cambiarnos de acero para no encontrarlo… que nos acerquemos nosotros a llevar el anuncio de la dicha y la alegría precisamente a aquéllos que podrían temer o sospechar que están excluidos de ella, para decirles, como Jesús, que también ellos, a pesar de su infortunio han sido convocados y van a heredar las promesas… que son dichosos… como nosotros…
Comencemos, pues, a ser quienes los proclaman dichosos y se convierten para ellos en portadores de tales promesas…
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