Una de las peores consecuencias que ha tenido nuestra voluntad de controlarlo todo y nuestra capacidad de dominar la naturaleza, al ser conscientes de nuestras posibilidades de manipulación y de programación de la actividad humana e incluso los fenómenos vitales y el ritmo biológico de los propios seres vivos, entre los que nos contamos; es que se nos hace difícil y extraño apreciar y vivir la vida como un regalo. Y precisamente eso, un regalo, es lo que constituye la base y el fundamento de nuestra persona y de todos sus sueños y proyectos, de nuestro pasado, de nuestro presente y de nuestro futuro, abierto a lo que constituye tanto un deseo como una misteriosa y enigmática promesa: la trascendencia.
No saber apreciar la vida como un regalo, como ocasión constante de alegre sorpresa, hace que no la vivamos con gratitud, ni con esa ilusión de quien está destapando ese presente que es signo de cariño: en lugar de vivir agradecidos, la vivimos como un cúmulo de reivindicaciones y derechos, y como nunca pueden ser cumplidos en su totalidad y responder a todas nuestras pretensiones, se nos resuelve en frustraciones y amarguras, en descontentos y fracasos… como mucho, en conformismo resignado y en el sometimiento disgustado a una rutina que nos esclaviza, en lugar de vivirla como una tarea que nos libera e ilusiona.
El conocimiento cada vez más preciso de los mecanismos que rigen la naturaleza de la que formamos parte nos lleva a considerar nuestra vida como algo ciertamente “recibido”, es decir, que ha sido puesto en marcha previamente a nuestro consentimiento y aceptación; pero esa evidencia la relegamos al terreno de “lo casual”, o “lo automático” de las leyes que regulan la actividad física y el dinamismo de la materia, sin pretender ver en ello ninguna intencionalidad (es decir, voluntad de “Alguien”), ni tampoco proyección, perspectiva de plenitud y de trascendencia personal. Y así, eliminando ese reducto de la intimidad personal inaccesible a la evidencia y comprobación de lo fenoménico constatable, y que se sustrae a lo científicamente controlable y plausible, eliminamos también, paradójicamente, lo que como personas nos proporciona la propia identidad; impidiéndonos con ello considerarnos unos a otros como susceptibles de libertad, de esperanza de trascendencia y de amor. Y faltando esto no puede existir ni agradecimiento ni bondad; ni confianza ni entusiasmo y alegría, porque todo lo resumimos en impulsos y fuerzas involuntarias, en mecanismos ciegos y dinamismos ajenos…
Así, la sofisticación de nuestra sociedad nos aleja de la sencillez y frescor de la vida, de su delicadeza y de su dimensión más profunda y cautivadora. Es a eso a lo que quiere abrirnos los ojos el evangelio de Jesús. Por eso quienes viven en contextos más desfavorecidos, pero también por ello menos contaminados por las consecuencias deshumanizadoras de nuestra complejidad tecnificada y de nuestro mercado global; a pesar de sus carencias y de la cruel realidad de su exclusión y de sus condiciones de desarrollo, nos sorprenden con su alegría y su sonrisa en medio del hambre, la enfermedad, la pobreza y la miseria…
Cualquiera que haya tenido el privilegio de trabajar en contextos de cooperación en países poco desarrollados o excluidos; o, simplemente, que haya hecho algún viaje puntual de voluntariado o incluso de “turismo solidario”, compartiendo durante unos días sus rutinas; o, simplemente, quien sigue con sensibilidad e interés los documentales o reportajes que intentan acercarnos a esos mundos tan distantes y distintos del nuestro, constatan con sorpresa la vitalidad, dinamismo, carácter celebrativo y festivo de su vida, el sentimiento de gratitud y alegría que anida en ellos y anima su existencia.
Porque realmente viven cada día de su vida como un regalo, como una nueva ocasión de abrir los ojos a la luz y al calor de la realidad, y descubrir cuál será la novedad del día, la sorpresa que les depare la nueva jornada… El horizonte del nuevo día está plagado de incertidumbres y problemas, pero el despertar de una persona sencilla en esas latitudes es ante todo ocasión de renovar su confianza en Dios y estar abierto a la esperanza: ¡sigo vivo! Y no es una alegría ficticia o una ilusión estúpida y descabellada. Muy al contrario, es saber lo que es vivir y aceptar con entusiasmo esa aventura. Porque eso es precisamente conocer y saborear la vida; y no confundirla, como hacemos nosotros, con todos esos sucedáneos de la felicidad que nos conducen a la arrogancia de los satisfechos: la comodidad, el derroche y el despilfarro, la acumulación sin medida, el exceso de todo y el olvido de lo más profundo… de lo auténticamente vital… de lo real…
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