LO QUE SABEMOS DE DIOS

Llevados por la conciencia de nuestra pequeñez y de nuestras limitaciones como criaturas finitas y mortales que somos, tendemos a considerar casi siempre a Dios con la admiración que suscita en nosotros el misterio de su infinitud incomprensible; por eso, casi siempre, lo que hacemos ante él es enmudecer y afirmar, simplemente, su incognoscibilidad y nuestra impotencia, resumidas en el famoso dicho de san Agustín, según el cual antes sería posible vaciar el océano con el cubo de agua del niño que lo intenta ingenuamente, que entender el misterio de la Trinidad; es decir, entender a Dios. Consecuencia necesaria: resignación, y confesión de nuestra absoluta ignorancia…

También es bien sabido que hay toda una tradición teológica, según la cual la única vía de comprensión de lo divino es la apofática; es decir, la negativa, la de saber lo que Él no es. Según ella todo lo que sea imaginable por nosotros al respecto nos lleva a la conclusión final de tener que afirmar: “puesto que pensamos que Dios podría ser así, eso mismo demuestra que Dios no es así; de lo contrario ya estaría delimitado por nuestra inteligencia y dejaría de ser Dios”. Consecuencia: condenados a nunca saber…

Sin embargo, la realidad manifestada por Jesús y que parece obsesionado en comunicarnos, el acceso abierto por Él a lo divino, es precisamente el hacernos capaces de Dios, divinizar nuestra vida. Y, si nos diviniza, esto significa que ni hay ignorancia ni resignación, sino todo lo contrario: nada menos que incorporación a lo divino, participación en el mismo Dios. Y eso es conocimiento en su acepción más profunda y veraz, la más real.

Precisamente referirnos a Dios como Trinidad de personas no es caer en la desesperación por ignorancia, sino más bien celebrar lo que sabemos de Dios. Es felicitarnos y alegrarnos, y agradecer nuestra sabiduría de lo divino gracias a la revelación de su misterio. Porque hablar de misterio no es claudicar ante lo desconocido y oculto sin remedio, sino hacer patente la vida. Porque la vida es misterio y el misterio de Dios es vida; por eso la realidad es sacramental

Lo que sabemos de Dios es tanto que no nos queda tiempo ni ganas para pretender agotarlo… ¡Si ya el misterio de la persona amada es tan profundo que nos colma la vida y nos sumerge en la eternidad, en lo gratuito de nuestro enriquecimiento continuo e inagotable a su lado, en comunión con ella!  ¡Cómo va a ser menor la riqueza, el conocimiento, y con ello el misterio infinito, el saber inexpresable e inagotable de Dios!

De Dios, gracias a Jesús, el Mesías, sabemos más que de nadie. Sabemos de sus entrañas misericordiosas que lo identifican como Padre, como Padre-Madre a un tiempo. Y sabemos que el mismo Jesús es el Hijo, porque no puede no serlo. Y que el Espíritu Santo también es Dios, y ya se hizo presente en el origen como fuerza interior y fuego que devora desde dentro hasta hacerse definitivamente ardiente en Pentecostés… Y sabemos que ser Dios es comunión y no endiosamiento… misericordia y bondad. Que es alegría suprema y vida enajenada, entregada eternamente, eternamente gozando de la hermana y del hermano, del otro…

En lo personal sabemos, y nos llena de alegría y de ilusión, de esperanza y de entusiasmo, que amarnos: amar a la hermana y al hermano, es no cesar de enriquecernos, y percibir el horizonte eterno de ese enriquecimiento interminable e insaciable… Pues bien, ahí está el símil, porque como dice Pannenberg: el amor es la presencia de lo definitivo en la forma de la provisionalidad. O también podríamos decir que el amor es el asomo de la divinidad en lo caduco de la humanidad. O: el destello de la Vida divina en la fugacidad de la vida nuestra. Provisionalidad porque esta realidad carnal nuestra es transitoria, pero con la impronta de la definitividad afianzada y experimentada como anticipación de ese futuro definitivo, el de Dios, el nuestro…

Y es que no sé por qué decimos lo que decimos del Dios “desconocido”… Sabemos tanto de Dios que gracias a ello nos conocemos a nosotros mismos y podemos vivir con alegría, con ilusión y con entusiasmo por la vida y por nuestro futuro personal y universal. Sabemos tanto de Dios y se nos ha revelado con tanta claridad y contundencia, que ya ni una muerte en cruz puede asustarnos, porque la ha sufrido Él mismo y la ha vencido… Se nos ha mostrado con tanta claridad, y se nos ha hecho tan cercano, que experimentamos su misma fuerza, la del propio Espíritu Santo, la suya; palpamos sus entrañas, las de Padre; compartimos la mesa y nos incorporamos al Hijo, carne nuestra. Y todo ello nos permite desbordar nuestra propia personalidad, no temer lo frágil y débil, dejarnos llevar de su propia fuerza y vida, ser ocasión de su presencia…

Sabemos tanto de Dios que ya no existe ninguna duda sobre el triunfo definitivo de la vida y sobre la irrupción de su Reinado en este mundo, haciéndonos accesible el gozo anticipado de la plenitud y lo definitivo. Sabemos que nuestra propia vida personal, si lo queremos, puede dejarse contagiar y penetrar de la suya y gozar de ese arrebato irresistible que te lanza a lo eterno. Sabemos que en lo profundo descubrimos siempre su presencia misteriosa y rebosamos de gratitud, de alegría, de esperanza, y de proyección al infinito… ¿Acaso no te basta con eso?

Y cuanto más nos dejamos sorprender por su misterio, tanto más sabemos de Dios, y tanto más nos “apropiamos” realmente de nuestra vida, llegamos a ser quienes sabemos que hemos de ser para ser nosotros mismos… Porque Dios se identifica con la Vida real; no con “nuestra” supuesta vida autónoma y ensimismada, sino con la única verdadera: la de la invitación al abismo del Otro, a su riqueza inagotable… y ésa es la única “incomprensión”, la de no poder nunca agotar la persona del otro; eso es la vida y así es Dios…

Dios es la riqueza del Otro. Lo es en sí mismo: Padre, Hijo, Espíritu Santo. Y lo es con nosotros, su creación: una forma finita de ser Dios, como dijo Xavier Zubiri, sin ser con ello un innovador, pues S. Pablo ya lo dijo de otra manera…

Pero lo decisivo no es lo que digamos o podamos decir de Dios, sino lo que realmente sabemos: profundidad y cercanía; presencia y esperanza de plenitud, de vida; cumplimiento de la promesa inscrita en el fondo inaccesible de nuestra persona… Él mismo, no nosotros, lo resume en palabras para seguir provocando nuestro deseo y nuestro asombro: Trinidad, comunión… y para convocarnos a gozar de la única vida digna, la suya: la de la identidad personal en una comunión libre y eterna… ¿Qué más queremos saber?…

Por |2019-06-15T18:54:28+01:00junio 15th, 2019|Artículos, General|Sin comentarios

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