UNA CRUZ (Jn 3, 13-17)

UNA CRUZ

Nos es completamente imposible apreciar y captar en toda su intensidad la magnitud de la experiencia que supondría para sus discípulos y seguidores, como para su familia, el hecho de ver crucificado a Jesús. La evidencia irrefutable de su muerte, y una muerte indigna, de criminal condenado a un suplicio cruel e inhumano (turpisssima crux…), suponía de hecho la clausura definitiva de su existencia terrena, sin dejar asomar un mínimo consuelo o esperanza. La coherencia intachable e indiscutible de su vida, mantenida con un coraje y una fidelidad inquebrantable, resultaba un absurdo sinsentido, y sólo tenía en ese momento como garantes a Dios Padre, en su misterio, y a lo irreprochable e “impecable” ( el único real “hombre justo” de la historia humana, algo por tanto “novedoso”…) de su propia identidad, también misteriosa

Erigir la cruz en signo de nuestra fe es, simplemente, manifestar y hacer visible dónde se sitúa, cuál es, el origen de la aventura cristiana; confesando, como hizo contundente y lapidariamente san Pablo, que proviene de lo que para nuestra realidad y nuestro mundo es “locura y necedad”, contradicción y paradoja.

Ese Jesús que corrige todas nuestras ideas y expectativas sobre Dios, no sólo nos lo da a conocer, sino que encarna  en su persona lo contradictorio y paradójico de ese Dios, el absurdo divino de que nos habla; y, en perfecta coherencia de ese absurdo, la vida inextinguible muere en una cruz ignominiosa…

Su convocatoria a la auténtica vida, a la eternidad, al infinito, al verdadero y real “Reino de Dios”, a lo inextinguible e inagotable de compartir vida personal de forma ilimitada; sólo puede triunfar y alcanzar plenitud, cumplir su objetivo, si hacemos nuestro a Jesús en su condena a la muerte, en la entrega absoluta y total, si quedamos exangües porque nos hemos vaciado en los demás… Para vivir realmente, de verdad y para siempre, hay que desvivirse

Y sólo habrá un atisbo “visible” de que Dios se revela en el absurdo nuestro, en la paradoja abismal de nuestra personalidad humana, en el vértigo inasible del infinito; un también incomprensible, absurdo y paradójico (esa es la coherencia divina de Jesús), acontecimiento de resurrección y de efusión divina, lo justo y mínimo necesario para que la lógica divina siga siendo evidente en su locura y necedad… Pero ese atisbo basta; precisamente su carácter enigmático y misterioso nos permite corroborar y concluir en él la lógico y la coherencia divina. ¿Cómo íbamos a pretender una ilación y continuidad more geometrico, o una cadena de silogismos indiscutibles y demoledores con un ergo…contundente e inapelable?

La lógica de este mundo, creado por él, la vamos conociendo y asumiendo progresivamente; para, como él nos encargó, controlarlo y encaminarlo progresivamente a una mayor “humanización” del universo; y ella misma nos conduce a asomarnos al nivel más profundo del fundamento y del horizonte de nuestra persona y de la vida: el suyo, ése donde ya no rigen nuestros cálculos y normas, y en el que naufragamos inevitablemente al aplicarle nuestras leyes…

Porque la lógica de Dios es la de la cruz, la imposible de descubrir por nosotros, la inconmensurable, la inagotable, la menos “lógica”… no la de las seguridades, sino la del vértigo del infinito, la del único futuro digno…

Por |2025-09-11T07:51:13+01:00septiembre 13th, 2025|Artículos, Comentarios sobre el EVANGELIO DE JUAN, General|Sin comentarios

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