OJOS PARA VER A DIOS (Lc 9, 28-36)
La revelación de Dios es siempre en perspectiva de futuro, porque su proyecto creador es una oferta salvífica, una plenitud de vida a la que nos convoca desde la libertad.
Por eso, desde Abraham, la fe se manifiesta en la esperanza firme y la confianza en su promesa, que se sitúa siempre más allá de lo que somos capaces de prever y de lo que nosotros podemos calcular (“Abraham creyó contra toda esperanza…” dirá san Pablo).
Moisés y Elías, la Ley y los Profetas, personalizan esa fe inquebrantable y fiel, que, además de mantenerse firme en las adversidades y pruebas de la vida, está abierta a dejarse sorprender por lo inesperado e imprevisible de la Providencia divina, consciente de que la trascendencia de Dios superará nuestras expectativas y transfigurará nuestra realidad y nuestra persona.
Ver “la gloria de Dios” en Jesús, como Pedro, Santiago y Juan, siempre es posible para quien tiene los ojos fijos en él, sabiendo reconocer que es el definitivo cumplimiento de la promesa y el mediador absoluto de salvación.
Es lo que vieron los discípulos ¡por fin! después de la resurrección de Jesús, reconociendo su ceguera y lamentando esa terquedad y dureza de corazón nuestra. Según nos dicen los exegetas, eso les llevó a situar el episodio de la Transfiguración como un acontecimiento prepascual, retrotrayendo la glorificación a su propia vida terrena. Porque “la Gloria de Dios” siempre estuvo en el Hijo.
Fuera o no así, hay algo importante y trascendental en ello. Porque, efectivamente, no después de la resurrección, sino en la propia vida personal de Jesús antes de su crucifixión, atendiendo al resplandor que se desprendía de sus palabras y de su forma de vivir, abriendo realmente nuestros ojos y aceptando el misterio inasible pero indiscutible que hacía patente con su mera presencia, era preciso que un alma honrada y sincera descubriera a Dios en él; tal como quienes rodeaban a Moisés y a Elías se veían forzados a confesar que eran hombres de Dios, que Dios estaba tan identificado con ellos, que nadie se atrevía a dudar de sus palabras, oponerse a ellas o cuestionarlas, o mucho menos atentar contra ellos sin quedar impune.
Moisés y Elías son los dos grandes personajes veterotestamentarios que “vieron a Dios”, y ahora testimonian que eso significa que, en la distancia y lejanía de sus años, supieron contemplar a Jesús Mesías en el horizonte revelador de Dios; que ellos sí que lo hubieran identificado sin vacilación y no dudarían ni un instante de su divinidad, sin tener que esperar a sus apariciones de resucitado.
La visibilidad de Dios en nuestro mundo les era tan manifiesta, evidente, y eficaz, que hubieran deseado ser contemporáneos de Jesús para convertirse en portavoces y testigos de su gloria presente y no de su llegada futura. Lo inabarcable de la trascendencia, la hondura abismal del misterio divino, no los hubiera escandalizado ni paralizado, o conducido a la incertidumbre y a la duda, sino al pleno reconocimiento de lo por ellos presentido, vivido y transmitido. No los milagros (ellos los hicieron tan espectaculares como los de Jesús), sino su simple presencia y acompañamiento sería para ellos la prueba contundente y definitiva del cumplimiento de las promesas que ellos mismos anunciaron y encarnaron.
Presentar la Transfiguración los evangelistas (y hacerlo precisamente en el camino decisivo de Jesús a Jerusalén) es plantear del modo más crudo y acuciante ese interrogante en apariencia sorprendente e increíble, pero inevitable: ¿cómo no hubo una persona que defendiera a Jesús, cuando todos habían “contemplado su gloria”? ¿cómo Dios se queda solo en este mundo y es abandonado por los humanos? ¿cómo nadie lo reconoce con lucidez y lo acompaña, lo defiende y testimonia su verdad, comprometiendo íntegramente su persona y anunciando esa gloria suya presentida, que es real e iluminadora del misterio?
Y ese sigue siendo el desafío provocador de esta escena para nosotros: ¿cómo no vivimos identificados con la lucidez y la “fe” de Moisés y Elías, y “nos dormimos” para no tener que ser sus testigos? Tal vez incluso nos atrevemos a decir: “es que nosotros no estábamos allí, no hemos visto “su gloria”? ¿Hay desfachatez más grande y mentira más manifiesta? ¿No es el mayor atrevimiento y el mayor abandono a Jesús (como el de los mismos discípulos), decir eso y no tener la vergüenza de reconocer que si a alguien se ha revelado en toda su gloria es precisamente a nosotros? ¿no somos hijos de Pentecostés?.
¿O pretendíamos estar exentos de reconocerlo en el misterio, y únicamente nos convencería la supuesta evidencia de una aparición en poder portentosa, que sometería incluso a Satanás y a los demonios?…
En toda persona reconocemos la evidencia de un misterio que nos supera; el de la persona de Jesús, indudablemente, sólo puede ser el misterio de Dios…
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