PRETENDER SER OTRO (Lc4, 1-13)

PRETENDER SER OTRO (Lc4, 1-13)

El evangelio de s. Lucas nos dice que los cuarenta días de ayuno de Jesús en el desierto, previos al inicio de su vida pública proclamando el evangelio, los condujo “impulsado por el Espíritu Santo”; es decir, que precisamente el Mesías, que dirige su vida y la interpreta “desde Dios”, padece por ello “la provocación de Satanás”, es tentado.

Con otras palabras: estar lleno del Espíritu Santo, asumir con plena conciencia y libertad la voluntad divina, para hacer de ella sentido y meta de la vida, significa responsabilidad y riesgo, implica “tentación”. La tentación es el problema inherente a todo ser creado libre, la posibilidad de renunciar al propio yo, pretendiendo construir, falsa e ilusoriamente, una identidad que no es la propia.

Y ése es, precisamente, el triunfo del propio Jesús sobre Satanás: no permitirle que altere su personalidad con la pretensión de llegar a ser alguien que no sería él mismo, porque habría renunciado a lo más profundo y propio de su persona, a su verdadera identidad, que no viene dictada por “lo exterior y la apariencia”, que viene de fuera; sino por el proyecto de Dios que hacemos nuestro al experimentarlo anidando en lo más íntimo y propio, lo inalienable de nosotros mismos, aquello que realmente nos conforma y nos hace la persona que somos.

En realidad, “caer en la tentación” no es tanto “cometer pecados” (de los que somos conscientes, y que sufrimos nosotros mismos como limitaciones y miserias de nuestra vida, haciéndonos conscientes dolorosamente de nuestra precariedad y finitud); sino pretender ser otros; no asumir “eso que somos”, ese alguien intransferible y limitado pero único, nuestro verdadero “yo”. Y no ser capaces de experimentar que basta con que seamos fieles a ese “yo”, y nos respetemos; basta que con nuestras propias e imperfectas herramientas construyamos un mundo digno, en que cada uno llegue a ser sencillamente aquella persona única e irrepetible cuya posibilidad de plenitud inició en ella Dios al regalarle la vida.

Ni podemos pretender ser dioses, ni debemos renunciar a un horizonte divino: pero no el del propio Dios, sino el nuestro, el de aquél que puede ser tentado…

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