ÉTICA DE MÁXIMOS (Lc 6, 27-38)
Hace ya varias décadas que en el ámbito de la reflexión ética se ha hecho dominante el discurso sobre el consenso mínimo que permita a la sociedad regirse por normas en las que todos coincidamos, con un consentimiento unánime que conduzca a la convivencia pacífica; reservando al ámbito privado todo aquello que, aunque sea lo determinante y decisivo para cada uno, el conductor de su vida y su escala definitiva de valores, no es sin embargo exigible nunca al resto de ciudadanos, precisamente en razón del reconocimiento y el respeto a la dignidad y a la libertad de toda persona.
Así, la principal preocupación de la humanidad cuando se plantea un mundo más justo e igualitario parece consistir en la búsqueda del mínimo consenso para hacerlo posible; es decir, acordar unos puntos esenciales en que todos estemos de acuerdo, sea cual sea nuestro ideario y nuestra creencia, y despreocuparse de lo que cada persona piensa y se plantea en la vida, para poder “ser prácticos” y así lograr unos mínimos indispensables para la convivencia, que sean suscritos y reconocidos por todos, evitando los posibles enfrentamientos a causa de los diferentes y legítimos puntos de vista de cada uno. Sin embargo, tal discurso, a pesar de pretender solamente “mínimos” en los que todos coincidamos, lleva el rumbo de convertirse (como toda reflexión filosófica) en eterno e incapaz de hacerse resolutivo y llegar a conclusiones, propiciando el pretendido acuerdo y consenso universal. La actividad política y el gobierno de las naciones y del mundo lo ilustran de modo evidente.
Sin embargo, Jesús, mucho menos pragmático (en realidad “un ingenuo idealista” a los ojos de casi todos…), en lugar de propugnar consensos reclama imposibles. No habla de “mínimos indispensables”, sino de “máximos aparentemente irrealizables”, impensables de generalizar… Y su discurso es tan coherente con su vida, y tan claro y contundente, que no permite una lectura “edulcorada” ni un compromiso de componendas. Es tajante, contundente y provocador de escepticismo ante su radicalidad.
Podríamos argüir que reprimir el “ojo por ojo y diente por diente”, implantando un sistema de administración de justicia pactado por todos, es ya suficiente muestra de “humanidad” y de generosidad; ¿por qué, además, “poner la otra mejilla”?… ¿a qué conduce eso?… Y estar dispuesto a satisfacer, sin que nadie me pueda obligar, lo que me han pedido como muestra de “caridad”, prueba ya mi generosidad; ¿por qué exagerarlo y “dar de sobra”, mucho más de lo que se me ha solicitado?… ¿no sería causa de premiar y eternizar la indolencia y la miseria?… Y, ¿no basta acompañar pacientemente al solitario en su trayecto?… ¿además he de quedarme a su lado hasta el final?… ¿para que se crea feliz y con derecho a algo?… Pero, con todos los interrogantes y aparentes despropósitos que queramos suponerles, las palabras de Jesús son inequívocas y, incluso eliminando su tono hiperbólico, tan evidentes en su requisitoria incondicional, que ni parecen practicables ni pueden fundamentar un orden social: hablan de “máximos” y no de “mínimos”.
Y es que, y ésa es parte nuclear del evangelio, la justicia no hace personas, sólo declara culpables y justifica penas; pero el amor y el perdón sin condiciones es llegar a ser Dios, porque es hacer palpable que, aunque se habite todavía en este mundo, se vive más allá de él, trascendiendo en el misterio del por qué y el hacia dónde… y ello, nos dice sin ingenuidades Jesús, es realmente posible; más aún, quien quiere lo hace posible…
Si un filósofo estoico como Séneca, contemporáneo de Jesús, podía escribir a su discípulo Lucilio:
“Grave compromiso has tomado sobre ti al prometer ser bueno. Lo has jurado. Se burlaría de ti quien te dijera que es cosa fácil y cómoda: no quiero que te engañen. Ese honrado juramento que has hecho no es diferente en cuando a las palabras de ese otro tan torpe que prestan los que se venden para los espectáculos, y beben y comen lo que poco después han de pagar con su sangre. Se les hace jurar que soportarán, a pesar suyo, el látigo y el hierro, y a ti se te pide que todo lo soportes voluntariamente. A aquéllos se les permite rendir las armas y pedir gracia al pueblo, pero a ti se te prohíbe, y has de morir de pie y victorioso.”
no resulta tan sorprendente que quien no se presenta como simple abogado de la profundidad de la conciencia, sino como inaugurador de otro Reino, el de Dios, se muestre también conciso y “exigente”.
Sepámoslo: no hay otro evangelio más llevadero, ni un discipulado de mediocridades; la propuesta es radical. Quien quiera que la haga suya, pero que no le pida “rebajas” al candidato a la cruz…
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