¿HACER QUÉ?  (Lc 3, 10-18)

¿HACER QUÉ?  (Lc 3, 10-18)

Juan no es el Mesías. Él lo sabe bien, y no quiere que nadie lo ignore. No quiere que lo confundan con quien no es. Pero sí quiere decir bien alto quién es él.

Él es el mensajero, el heraldo, el portador de la alegría rebosante, porque se acerca precisamente ese Mesías, aquél con quien lo confunden.

¡Qué ocasión de presumir y llenarse de orgullo y vanidad: que la gente le mire con admiración y respeto pensando que puede serlo! A primera vista parece un motivo de satisfacción y un gran éxito personal; sin embargo él no lo ve así (sería una traición a Dios) y se empeña en declarar simple y llanamente, con honradez y modestia, su misión subordinada.

La buena nueva que anuncia no le lleva a olvidar quién es; sino a reconocer su pequeñez y a vivir desde ese misterio de Dios, del que es ¡nada menos! profeta y precursor. Porque sólo desde ese reconocimiento, agradecidos y humildes, podemos descubrir la alegría de la salvación que, a través de Jesús, Dios nos regala.

¿Por qué no nos basta con sabernos pregoneros de la salvación que Jesús aporta a la humanidad, y buscamos o consentimos un protagonismo que desdice de nuestra supuesta actitud de servicio y entrega? ¿Por qué dedicamos tanto esfuerzo a “defender” la institución, cuando el único sentido de que exista es que Dios quiso a través de ella ser “fermento en la masa”; es decir, presencia invisible para que pueda haber pan?

El Bautista nos pone justamente al descubierto; él que aún no conoce “al que viene detrás de él”, y que muere entre dudas y certezas, pero manteniendo su fidelidad hasta el final.

Nuestra fidelidad, a pesar de haber ya llegado el Mesías y haberlo conocido, deja mucho que desear precisamente porque buscamos el reconocimiento y el protagonismo, queremos que se aprecie, que se note, que se valore y se alabe “nuestra obra”, porque –decimos- es encargo suyo; sin embargo, su mandato, su convocatoria, la misión que nos encomendó como Iglesia suya, no fue la de volver a construir mausoleos y templos, vestirnos majestuosamente y reclamar honores, habitar palacios y promulgar leyes… si todo eso en algún momento aparece como adecuado (¡nunca exigible!) es precisamente por nuestra tibieza y nuestra torpeza, y su única justificación es que nos ayude a mejor servir, no que se convierta en un supuesto escaparate de la divinidad…

Juan lo percibe bien y lo predica. Por eso nos reclama “hacer algo”, dar frutos de conversión, comenzar por extirpar de nuestra vida diaria lo que ofende a Dios porque atenta contra el prójimo. Todos se ven concernidos y necesitan preguntarle: “¿Qué debo hacer yo?…”  Y Juan pone a cada uno delante de su realidad para que la corrija de acuerdo a la voluntad de Dios.

Y: “¿Qué debo hacer yo?”… Aunque nunca se lo hayamos preguntado al Bautista, sepamos que Dios está esperando todavía a que lo hagamos…

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