SEGUIMIENTO (Mc 10, 17-30)
Hay un seguir que exige poco y no supone un gran esfuerzo; sino, al contrario, nos proporciona una sensación de seguridad y fortaleza, que no reside en nosotros, sino en ese formar parte de un colectivo al que nos sumamos ciegamente y seguimos, y que (de ahí nuestra conformidad, nuestra seguridad, tranquilidad e incluso satisfacción) marca un rumbo del que nosotros podemos despreocuparnos por completo, convirtiendo nuestra acción en mero gregarismo. Es, por eso, impersonal, poco comprometido y escasamente exigente: “nos dejamos llevar…”
Otro supuesto “seguimiento” es aún peor, y aún resulta más cómodo, porque nos ahorra decisiones y riesgos; es, de alguna manera, llevar al límite ese seguimiento de rebaño apuntado, y convertirse en mero autómata de un organismo sectario, cegado y teledirigido por un gurú mitificado o convertido en el único intermediario con Dios, el cual decide por nosotros y sólo reclama asentimiento total. Aunque así expuesto nos puede parecer poco frecuente y lejano a nuestro comportamiento habitual en la “sociedad occidental”, lo cierto es que los sociólogos lo describen y ven como un fenómeno resurgente y que sigue “colonizando” muchos colectivos religiosos y seudorreligiosos, anulando la autonomía individual de forma solapada bajo el pretexto de una supuesta “sagrada jerarquía”, de una sospechosa “humildad” y de una obediencia total. Es bien patente el florecimiento de sectas y de grupos sectarios en la misma Iglesia, con esa mentalidad de monopolio de la verdad y dogmatismo, conciencia de elección y de “iluminación”, y tendencia al amurallamiento; con una mentalidad exclusivista y un comportamiento endogámico, desautorizador a efectos teóricos y prácticos de toda disidencia o crítica, y de toda actuación no ritualizada ni supervisada (y, como tal, sometida a la censura y “juicio” por la “autoridad competente”…).
Pero el seguimiento que propone Jesús es muy distinto, y desautoriza otros modos de entenderlo: nos otorga libertad y plena autonomía, no nos reclama sumisión ni “obediencia ciega”. Su llamada es una llamada más bien a huir de gurús, ayatolás e iluminados; atrevernos a vivir en la intemperie, contra corriente, conscientes de que hay riesgos que hemos de asumir, y de que hemos de adoptar decisiones comprometidas, que nunca nos podemos ahorrar apelando a la autoridad de otros, ni siquiera aduciendo que las palabras de Dios “nos obligan”. Porque él no hace sino proponernos unas pautas de vida que debemos hacer nuestras, y que sólo la personalidad e identidad de cada uno puede libremente asumir, para llevarle a adoptar las decisiones y riesgos personales y propios; cimentados en nuestra absoluta confianza y entrega a él, pero necesariamente sabiendo actualizarlos y hacerlos praxis en cada momento distinto de nuestra vida con lucidez y responsabilidad.
El movimiento al que convoca Jesús no es gregarismo sino audacia compartida desde los diferentes escenarios que configuran cada vida humana. La comunión de sus seguidores no busca uniformarlos, ni pretende una disciplina militar y jerarquizada, no tiene como objetivo establecer leyes y normas “de obligado cumplimiento”, anuladoras de diferencias, y nostálgicas de la rigidez y precisión de una parada militar.
La unidad y la convivencia fraterna del discipulado parte de la renuncia, reclama y se enriquece de la diversidad, y se comparte desde la necesidad de ese contraste, desde la pluralidad de identidades en un horizonte abierto (no cerrado), sin rigideces ni sometimientos despersonalizadores y heterónomos.
Ciertamente, hay siempre que “dejar algo” para seguir a Jesús: hay que dejarlo todo… todo lo que estimamos como “propio”, y todo de lo que somos “propietarios”; pero no para aborregarnos; sino, al contrario, para poder cobrar identidad personal y autonomía, y así, además de enriquecidos por la diversidad del otro, enriquecerlo a él, sintiéndonos hermanos, no autómatas preprogramados y teledirigidos…
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