EL PROYECTO ORIGINAL (Mc 10, 2-16)
La experiencia cristiana de Dios como creador (y no sólo la cristiana) implica que su “proyecto creador” no puede tener otro objetivo que hacer partícipe de su “naturaleza divina” a lo por él creado; de lo contrario, sería un mero juego solipsista, algo así como si necesitara una distracción y diversión que no pudiera encontrar en sí mismo, lo cual se resolvería en una contradicción manifiesta e imposible.
El impulso creador divino da origen a personas cuya identidad se afirma en un dinamismo de conciencia, inteligencia y libertad, lo cual siempre para nosotros se hunde en el misterio.
Ese dinamismo en que consiste nuestra realidad y nuestro ser persona, ese horizonte abierto y su apuntar al infinito y a lo eterno, y ese carácter de ineludible opción y riesgo que conlleva el ejercicio de la libertad, responsable de forjar nuestra identidad; hacen que, a primera vista, nos aterre el hablar de opciones definitivas, de pactos indisolubles y de decisiones “para siempre”.
Nos parece más sensato y acorde al ritmo verdadero de la vida el afirmar la provisionalidad y la precariedad de todo posible acuerdo, ya que las circunstancias cambiantes y el desarrollo de las cosas, siempre dotado de imprevisibilidad (por mucho que pretendamos suponerle estabilidad y querer afianzarlo o asegurarlo con nuestras decisiones y con nuestro esfuerzo), pueden alterar de tal manera las condiciones iniciales ahora vigentes, que nos lleven a lamentar en el futuro las decisiones ahora tomadas y renegar de ellas.
Hay, sin embargo, en lo más profundo y decisivo de nuestras personas un anhelo que no mira a lo efímero y caduco, a un acontecer de provisionalidad siempre revocable, a una actividad vital dependiente de circunstancias e influencias posiblemente destructoras o anuladoras de lo previo; sino que, muy al contrario, se orienta a la plenitud y al cumplimiento, a la definitividad y perfección de lo anhelado, a un vibrar eternamente activo, culmen creciente nunca revocable ni lamentado.
Y los lazos, las alianzas, los pactos y promesas que nos ligan y nos conducen a él, ésos, sí son irrevocables, irrenunciables desde lo más íntimo, indisolubles porque nos instalan y asientan en lo absolutamente definitivo. Evidentemente, tales connivencias, presentidas en nuestra realidad material, y afirmadas en nuestro mundo real actual, al ser signadas por nosotros lo trascienden, y sitúan a las personas que lo suscriben en el “ya-todavía no” de lo que afirmamos como misterio cristiano.
Y ésa, no debemos olvidarlo nunca, es la perspectiva que nos ofrece y propone el evangelio: la de la definitividad hecha accesible en la provisionalidad de nuestra actual existencia. Reconocerlo y aceptarlo no deja de ser una osadía que nos supera, y que puede (y tal vez debe forzosamente) asustarnos. Pero tras el asombro y el desafío, tras el susto, debe también cautivarnos y transmitirnos esperanza confiada y entusiasmo; porque en realidad lo que quiere decir es que Dios, en su misterio y desde su trascendencia, está siempre con nosotros para que así podamos llegar a él desde lo poco que somos.
Eso es lo irrevocable, lo definitivo, la utopía posible, lo indisoluble… y, precisamente por ello, sólo puede sustentarse en la confianza absoluta, en la esperanza inasequible al desaliento, en la promesa….
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