¿SALVAR A JESÚS?  (Mc 8, 27-36)

¿SALVAR A JESÚS?  (Mc 8, 27-36)

La decidida y sincera confesión de fe de Pedro, y la de cualquier persona que descubre y experimenta, como él, en Jesús la necesidad de su persona, para que su vida se colme de sentido y cobre autenticidad, conduciéndole a la plenitud que anhela, cuyas verdaderas e infinitas dimensiones sólo él nos proporciona; a pesar de lo rotunda y espontánea que surge de nuestra boca: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”, está siempre a un paso solamente, y un paso inconsciente y minúsculo, de convertirse en una pretensión de control y autoafirmación nuestra (Pedro reprende a Jesús…), de cerrazón y absolutismo en nuestra conciencia de quién es Dios, de considerar con carácter intolerante y exclusivo nuestra idea de Dios y cuáles conviene sean sus líneas de actuación en nuestro mundo.

Casi siempre, nuestra relación personal con Dios, precisamente porque consideramos iluminadora y decisiva la persona de Jesús, se mueve en una dinámica que podríamos caracterizar así:

        como esta mundo creado no es el del “cielo”, morada de Dios y meta definitiva de la provisionalidad de esta vida terrena; y como, precisamente por ello, es nuestra experiencia limitada humana, y no la infinitud divina, la que conoce este mundo al estar afectada por él, debemos, gracias a nuestra inteligencia y buena voluntad, indicarle a Dios cómo ha de dirigir y gestionar el reino de este mundo, hasta que nos integre en el suyo definitivamente. En resumen, como dice Pedro, Dios debe  obrar en nuestra realidad y en nuestra vida tal como nosotros (que lo confesamos como nuestro Creador y Meta) valoramos las cosas y lo consideramos a él, especialmente en esas cuestiones decisivas donde pensamos que se pone a prueba precisamente la credibilidad y la dignidad de un mensaje tal que el de su propio Hijo. De este modo, pretendemos convertir a Jesús en cómplice de nuestra idea de Dios y nuestra forma de modular su propio evangelio… cuando resulta que la razón de ser de ese evangelio suyo, la intención de su anuncio y su convocatoria, toda la obsesión y la fuerza de su persona misteriosa, está intentando, justamente, rectificar esa idea nuestra de Dios, corregir nuestra mentalidad interesada, que distorsiona y traiciona su propia revelación, frustrando de esa manera la misma voluntad salvífica divina, eficaz y actuante en su origen creador.

La vida entera y la persona de Jesús son la advertencia del mismo Dios, del Hijo, encarnado en su propia creación, para que no manipulemos “lo sagrado” ni busquemos  considerarlo y honrarlo “a nuestra manera”, que es siempre errónea y deficiente, sino que comencemos por aceptar nuestra imposibilidad de comprensión absoluta, y, por tanto, de aplicarle nuestros criterios humanos, por nobles que sean y “santos” que nos parezcan.

Nuestra inteligencia no podrá nunca estar a la altura del misterio definitivo; por ello hemos de renunciar a juzgarlo y tratarlo según nuestros esquemas; y lo único que hemos de saber a este respecto es que jamás podrá estar en contradicción con la realidad en que vivimos (“su creación”); de ahí que sea también un imperativo el hacerlo “razonable”, coherente con la materialidad provisional de nuestra persona. Pero más allá de ello, el arrogarse el consejo bienintencionado de decirle “esto que dices o propones no puede ser así, no es digno de ti”, como hace Pedro, y como tantas veces hacemos nosotros mismos de mil maneras (sin excluir, ni mucho menos, las de comportamientos morales, las litúrgicas, las de “costumbres” piadosas, las “canónicas”, las juicio y condena, las de “nostalgia feudal”, que la hay, etc.), es para el propio Jesús un auténtico escándalo, una verdadera “tentación”, una obra, ésta sí, perversa y diabólica… Es él quien realmente nos salva a nosotros; y no nosotros los que, supuestamente, hemos de salvarlo a él…

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