TRANSPARENCIA  (Mc 7, 1-29)

TRANSPARENCIA  (Mc 7, 1-29)

No podemos conformarnos con considerar las invectivas de Jesús contra las costumbres y legalismos religiosos oficiales de sus días y contra sus predicadores autorizados e investidos de poder sacral, como algo puntual, anclado en el pasado, y cuya crítica quedó limitada a aquellos momentos concretos. Las palabras de Jesús al respecto siguen vigentes, y resuenan también hoy, y las hemos de hacer actuales con toda su contundencia; porque con frecuencia pensamos que ese actuar suyo en vida fue ya un punto final a las prácticas cultuales y legalistas por él desautorizadas, y que con el evangelio predicado y asumido por sus seguidores, por la Iglesia, ya quedó cerrada toda posibilidad de caer en semejantes tergiversaciones o malas interpretaciones de la voluntad divina.

Sin embargo, lo cierto es que, observando nuestro propio comportamiento “oficial” y “de cumplimiento” de lo que consideramos nuestros “deberes religiosos”, nos situamos clarísimamente en la órbita de lo rechazado y denunciado por el mismo Jesús. Ciertamente no lo haremos con el cinismo o la hipocresía que atribuimos a aquellos que se enfrentaban a él según nos los presentan los evangelistas; pero (al margen de que esa manifiesta mala voluntad fuera real u obedezca más bien al modo de presentarnos sus autores a los enemigos de Jesús), no deja de ser verdad que nos aferramos a costumbres y modos hoy inexpresivos, y que valoramos la religiosidad de los demás según nuestro sentido de lo obligatorio y “lo que siempre se ha hecho”. Eso es, justamente lo que desautoriza Jesús. Y lo condena…

Seguimos marcando límites entre lo sagrado y lo profano, y seguimos considerando “lo sagrado” como aquello cuyo cumplimiento nos concede poder disculpar todo lo que de ambición, rivalidad, codicia, condena ajena, falta de compasión, y tantas otras “cualidades” hay en nuestro comportamiento y en nuestra forma de vivir. Y no acabamos de asimilar que la vida de Jesús, la encarnación de Dios, ha abolido ese doble baremo nuestro, al suprimir con su forma de vida esa barrera: no hay un doble ámbito en nuestra vida, sino una única vida personal que se manifiesta en nuestro comportamiento y en nuestra actitud vital, reflejo de cuál es el horizonte en el que nos situamos y cuál la opción que tomamos desde la que decidimos nuestras actitudes y encaramos nuestro futuro y nuestra llamada a la plenitud; es decir, quién es ese Dios en quien decimos creer.

En la persona de Jesús se confunden lo sagrado y lo profano, porque es “verdadero Dios y verdadero hombre”, por eso su vida es transparencia absoluta y nos emplaza a desterrar y aborrecer el cinismo y la hipocresía de “cumplir” externa y públicamente con Dios, pretendiendo con ello justificar la real dirección y las profanas pretensiones de nuestra existencia.

Es nuestro corazón el que ha de estar siempre cerca de Dios, identificado con Jesús, y no las palabras, los gestos y el culto. Y él debe dar unidad y coherencia a nuestra persona. No santificamos nuestra vida con actos litúrgicos, sino con la absoluta disponibilidad, con el servicio al prójimo, con el ejercicio de la caridad y haciendo cada día más servicial y transparente nuestra persona y nuestra vida.

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