ACEPTAR EL DESAFÍO (Jn 6, 31-41)
Desde nuestra inteligencia y nuestra razón podemos concluir algo así como, que “ha de haber Alguien”, que Dios debe existir. Pero nunca llegaremos a concebir ni a imaginar la identidad divina a la que nos da acceso la predicación de Jesús y su propia vida personal, si no la escuchamos , dejándonos atrapar por sus interrogantes y sus cuestionamientos a nuestra actitud ante la realidad y la vida.
Las palabras de Jesús nos desafían, e incluso “nos sacan de nuestras casillas”: “¿Cómo ve éste a darnos a comer su carne?”… Es el primer paso para lograr entrar en esa dimensión a la que convoca con su evangelio: sentirnos interpelados y descolocados por sus palabras hasta el punto de que nos surjan dudas. Dudas profundas y serias. Muy serias. Es necesario. Porque sólo tras dejarnos llevar al abismo y constatarlo, sólo cuando al revelárnoslo, nos desvela lo profundo inescrutable, podremos “aprender”, acoger, captar ese misterio de la Vida, ahora accesible gracias precisamente a él.
No basta escuchar, hay que aprender. Y sólo aprende quien se da cuenta con asombro del horizonte vertiginoso al que estamos convocados…
No se aprende de Jesús acudiendo a aplaudirle, a quedarse embelesado por sus palabras, sino a aceptar el desafío y riesgo ante el que nos coloca con su predicación de un rigor y una exigencia inesperados y sorprendentes. No se puede acudir a Dios por interés, ni para reafirmarnos en lo que pensamos o para pretender resolver nuestra vida; sino sin pretensiones propias, con la honradez y sinceridad de quien quiere realmente saber (porque se atreve a reconocer que no lo acaba de saber nunca) quién es Dios, y quién es él mismo; sin prejuicios ni expectativas ya creadas que se pretende confirmar apelando a la voluntad divina. Eso ni es voluntad de escuchar, ni, mucho menos, de aprender; sino más bien pereza y comodidad.
Porque tener el coraje de escuchar y aprender de Jesús es aceptar un auténtico desafío que nos propone. El desafío de asumir con coherencia real y con total lucidez la convocatoria que implica nuestra vida como personas: una llamada a la trascendencia. Pues toda la revelación de Dios, absolutamente toda, es mostrarnos el camino de la salvación; es decir, descubrirnos el por qué y para qué de nuestra vida, del mundo y de la completa realidad creada. No hay exhibicionismo ni reclamo de sumisión servilista, sino invitación a incorporarse a su divinidad, apertura a su horizonte de infinitud. Y por nuestra parte lo único, pero indispensable, es querer realmente escuchar y aprender.
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