LA HUELLA DE UNA COMIDA (Jn 6, 1-15)

LA HUELLA DE UNA COMIDA (Jn 6, 1-15)

La actitud de “comensalidad abierta” constituye una de las características, y de las más “escandalosas y provocadoras”, de la forma de vida de Jesús. Sus comidas eran tan identificativas, y “subversivas”, de su actitud revolucionaria respecto a la idea de Dios y a la estéril religiosidad de los propios fieles depositarios de la Tradición y la Ley, que un exegeta lo ha resumido diciendo que

a Jesús lo mataron por la forma en que comía” (Karris)… [la cita literal dice: “Jesús fue crucificado por la forma en que comía”];

o, como lo expresa gráficamente Jerome H. Neyrey:

Jesús, comiendo con quien comía (“justos” y “pecadores”), cuando comía (sin respetar tiempos de ayuno), lo que comía (alimentos “puros” e “impuros”), y de la forma que lo hacía (sin cumplir con los rituales y abluciones), volvió el mundo del revés

En esa trayectoria de compartir mesa, tan característica de Jesús y su subversiva convocatoria, los evangelistas son unánimes en transmitirnos el relato de una comida masiva, que supuso algo extraordinario, y tuvo un impacto especial y tan vital en sus participantes, que perduró en el recuerdo y marcó para siempre las vidas de quienes estuvieron presentes y compartieron aquel “ágape”.

No sabemos a ciencia cierta qué es lo que realmente pasó y cómo fue posible que sorprendentemente, sin nadie esperarlo, a iniciativa del mismo Jesús, una multitud ansiosa de escucharle, y que le había seguido entusiasmada, “comiera hasta saciarse”; y que por medio de él, de cuya palabra y persona “tenían hambre”, recibieran “el pan de cada día”, sintiéndose convocados y comensales del “banquete celestial”…

Pero lo decisivo y relevante, lo, indudable, es que “allí pasó algo”, algo que trascendió lo material y lo visible marcando para siempre la perspectiva de vida de quienes lo vieron y vivieron como un signo de un Dios que les había salido materialmente al paso llevando a plenitud sus vidas. Eso seguimos recordando y celebrando, porque eso es lo definitivo. El “milagro” que nos gustaría ver (y no consta en los términos en que tantas veces lo contamos) queda en la penumbra e inimaginable, y, ciertamente, no fue una “multiplicación” de corte mágico y circense; pero el signo, como recuerda san Juan, sellaba y revelaba la divinidad de Jesús, su vida de entrega y su llamada a la unidad, a la solidaridad y la fraternidad, propiciada, mantenida, alimentada y garantizada por el mismo Dios.

Ya sabemos que el fundamento de nuestra fe cristiana no es “doctrinal” ni “clerical”, sino experiencial; es decir, vital y personal: compartir vida con Jesús desde su misterio, que nos revela el sentido y horizonte de la nuestra. Y ese compartir, cuya iniciativa es suya (dato radical) se expresa en toda intensidad y plenitud de forma prioritaria y paradigmática en la mesa compartida. De ahí el profundo significado y la extraordinaria repercusión que tuvo esa comensalidad abierta, concentrada hasta su máxima densidad en la Última Cena, y vivida y palpada de un modo especial e imborrable en algún lugar de Galilea y en descampado…

Para nosotros no es mero recuerdo, ni ocasión de aspavientos; sino signo real de quién era ese Jesús que nos convoca también a nosotros hoy. La huella de esa comida es más profunda; tanto, que ha traspasado generaciones y nos ha marcado también  a nosotros…

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