DORMIR TRANQUILO (Mc 4, 35-41)
Jonás dormía plácidamente en el fragor de la terrible tormenta, mientras todos en el barco, aterrorizados y desesperados, rezaban cada uno a su dios, pidiendo salvar la vida ante el inminente naufragio. Jonás era el único que podía dormir “tranquilo” en medio del caos, porque sólo él sabía el porqué de ese “viento contrario” provocado por Dios para castigarlo; él conocía a Dios, le había desobedecido y se sabía culpable y merecedor del castigo: asumía el veredicto, su culpabilidad reclamaba la justa sentencia de muerte, nada que hacer…
Jesús duerme también serenamente, cuando se encrespa el mar contra otra barca, mientras los discípulos presienten horrorizados e impotentes un desastre inminente. También, como Jonás, es el único que puede dormir tranquilo, porque sólo él sabe, y eso a diferencia de Jonás, que Dios sólo puede y quiere salvar y perdonar: ni “castiga”, ni condena. Su inocencia y santidad es garantía de vida, ¿qué puede temer?…
El contraste no puede ser mayor: si el barco y los marineros de Jonás sólo pueden salvarse arrojándolo a él al mar, alejando así la maldición de Dios en su persona; por el contrario, los discípulos sólo puede encontrar la salvación porque Jesús está con ellos…
El Jonás culpable duerme mientras todos rezan, cada cual a su dios, porque: “¿Para qué rezar? Yo sé bien que soy culpable y éste es el castigo”…
Jesús, “el justo” e inocente, duerme, porque vive tan dentro de Dios que podría decir: “¿Por qué rezar? Él está siempre conmigo”…
Los marineros despiertan a Jonás, para que invoque a su Dios y le pida favor y gracia; los discípulos a Jesús invocándolo a él precisamente como el único mediador del favor y de la gracia… Jonás pudo ser (¡y lo será, al final!) instrumento de Dios; Jesús es presencia divina…
El reproche de Jesús a los suyos no puede ser más justo: verlo a él junto a nosotros, caminando a nuestro lado o descansando confiado, entregándonos su vida y su persona, identificado con nuestra ilusión y nuestra esperanza en su Reino, debería ser suficiente para robustecer de tal manera nuestra fe en él y nuestra alegría por su regalo totalmente inmerecido e inesperado, que nos debería bastar su compañía para no temer nada, para estar seguros y entusiasmados, para decir simplemente y con toda convicción y rotundidad: si tú estás con nosotros, no nos importa perecer contigo… porque, en definitiva, ése es ahora, desde que lo hemos descubierto y experimentado con él, el único horizonte posible de nuestra vida: incorporarnos a ese Reino, estar donde esté él, identificar nuestra persona con la suya, morir –cuando nos llegue el momento- con él y en él…
¿Acaso seguirle a él es querer asegurar nuestra permanencia en este mundo?… Agradezcamos, simple y felizmente, que él está constantemente a nuestro lado, incluso cuando parece estar dormido despreocupado y habernos olvidado… mirémosle sin despertarlo… no hace falta…
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